viernes, 29 de noviembre de 2013

Para construir la paz hay que esclarecer el pasado

Por David Tolbert*

COLUMNISTA INVITADO Debemos analizar por qué las comisiones de la verdad emanadas de procesos de paz se han estancado o fracasado, y qué puede hacerse para minimizar el riesgo de fracaso


Poner fin a un conflicto armado es una labor ímproba. Los negociadores y los mediadores no sólo se enfrentan al desafío de convencer a los contendientes de que depongan las armas, sino que también deben conseguir que el conflicto no se reanude. 

Las comisiones de la verdad comenzaron a ser un importante elemento de las negociaciones de paz allá por la década de 1980, cuando en toda América Latina se alcanzaron acuerdos de paz. En países como El Salvador y Guatemala, comisiones de la verdad emanadas de esa clase de acuerdos, con frecuencia bajo la supervisión de la ONU, han intentado proporcionar datos e informar de las causas profundas y el coste social de las violaciones de derechos humanos cometidas en el pasado. Quizá en la actualidad el ejemplo más conocido sea el de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación de Sudáfrica, creada después del apartheid. Todas esas comisiones partieron de la base de que afrontar la desagradable verdad sobre los crímenes cometidos por regímenes represivos serviría para recuperar los derechos ciudadanos, contribuyendo quizá a la reconciliación.

Desde entonces, los países que dejan atrás conflictos o regímenes autoritarios han recurrido cada vez más a las comisiones de la verdad y a sus recomendaciones, viendo en ellas un método esencial para reparar los abusos pasados y prevenir nuevas violaciones de derechos. Puede que esas elevadas expectativas expliquen que en los últimos 20 años haya aumentado exponencialmente el número de comisiones de la verdad, pasando de las siete únicas que se crearon antes de 1990, a las 11 de la década siguiente y a las 22 que comenzaron a trabajar entre el 2000 y 2010, muchas de ellas emanadas de negociaciones de paz.

Desde Nepal a Kenia, pasando por las Islas Salomón y Sierra Leona, los negociadores de paz han recurrido a esas comisiones para responder a las demandas de las víctimas y los defensores de los derechos humanos, que exigían con determinación situar la justicia en los planes de paz. Sin embargo, en ocasiones su inclusión en los acuerdos finales se ha considerado una mera estratagema, que buscaba “marcar la casilla de la justicia” sin comprometerse verdaderamente con ella. 

De hecho, en algunos países la posible creación de una comisión de la verdad, abandonada por los responsables políticos, se ha estancado.

Algunas comisiones no han logrado responder adecuadamente a los derechos de las víctimas, en tanto que la constitución de otras se ha propuesto con la esperanza de que evitara juzgar a los verdugos. Ese ha sido el caso de Nepal, donde un decreto presidencial permite que se recomienden amnistías para autores de flagrantes violaciones de los derechos humanos, algo que va en contra de los principios internacionales. 

En otros casos, como el de Costa de Marfil, se han creado comisiones sin las necesarias consultas previas, ni la planificación y el compromiso político precisos para garantizar su eficacia. Hay otras, sobre todo la de Kenia, que, adoleciendo de mandatos excesivamente ambiciosos, han sufrido también a causa de conflictos de intereses políticos. A las comisiones les ha costado evitar las injerencias políticas en el proceso de esclarecimiento de la verdad y aplicar sus propias recomendaciones.

Las lecciones que hemos aprendido ponen claramente de relieve que ya es hora de observar con mirada crítica los desafíos a los que se enfrentan los negociadores y mediadores de paz cuando incorporan al proceso una comisión de la verdad. Esto es algo especialmente pertinente hoy en día, ya que se están constituyendo más comisiones de la verdad que en ningún otro momento histórico y países como Colombia ven en ese mecanismo un posible método de desarrollo de una paz sostenible. Debemos analizar por qué las comisiones de la verdad emanadas de procesos de paz se han estancado o fracasado, y qué puede hacerse para minimizar el riesgo de fracaso, con el fin de que las comisiones puedan contribuir eficazmente a la consolidación de la paz.

La inclusión de comisiones de la verdad en acuerdos de paz exige diligencia y buen juicio. Esos organismos no pueden constituirse por razones cosméticas, sin tener en cuenta las lecciones del pasado y los principios de respeto a los derechos humanos. Más bien deben enraizarse profundamente en el reconocimiento de que las víctimas de graves violaciones de los derechos humanos y sus sociedades tienen derecho a saber la verdad, por incómoda y preocupante que ésta sea para las élites gobernantes. 

Al mismo tiempo, el esclarecimiento de la verdad debe responder a las necesidades concretas y propias de cada situación: es imposible aplicar un mismo modelo a todas. Los mediadores, los sectores que negocian y sus sociedades necesitan trabajar con imaginación para crear mandatos eficaces.

Para fijar objetivos claros de esclarecimiento de la verdad, evitar falsas expectativas y no caer en la ilusión de que existe una “varita mágica” para la reconciliación automática, es preciso un auténtico diálogo social. Las comisiones de la verdad no son meros instrumentos para develar hechos, sino que movilizan a la sociedad para establecerlos y explicarlos; proporcionan una plataforma de expresión a los marginados e incluyen sus voces en la agenda nacional, cuestionando inevitablemente el statu quo a través del poder colectivo de las voces oprimidas.

Las comisiones de la verdad necesitan contar con trabajadores bien formados, recursos materiales y una financiación bien canalizada. Los participantes en el proceso de paz deben asegurar el apoyo nacional e internacional para esa labor. Las comisiones de la verdad precisan de cooperación y de un marco legal que les permita acceder a la información, aunque esté en archivos sensibles que los interesados en boicotear el proceso quieran ocultar.

Las comisiones de la verdad también necesitan líderes de intachable integridad, hombres y mujeres que, avalados por un patente compromiso con los derechos humanos, sean capaces de inspirar confianza, involucrar al mayor número posible de comunidades y desarrollar trabajo en equipo. Comisiones como la de Kenia se han visto paralizadas por polémicas relativas a la idoneidad de presidentes cuyos intereses entraban en conflicto con las pesquisas del organismo.

Hemos recorrido un largo camino desde el histórico informe Nunca más, redactado hace treinta años por la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas de Argentina. Ahora sabemos que las comisiones de la verdad tienen una relación simbiótica con la justicia penal, las reparaciones para las víctimas y la reforma institucional, elementos cruciales para mantener la paz a largo plazo y la confianza ciudadana en países que dejan atrás conflictos y periodos de represión estatal. En sociedades divididas y enfrentadas a la difícil verdad de un pasado turbulento, sus informes pueden servir para cimentar un relato común. 

No son varitas mágicas, pero sí pueden ser catalizadores de un auténtico cambio social. Para que puedan verdaderamente materializar ese potencial, es fundamental que los mediadores de paz y todos nosotros aprendamos tanto de los fracasos como de los éxitos. Y, sobre todo, que renovemos nuestro compromiso con las víctimas y con su voz, mostrando hasta dónde puede llegar el sufrimiento humano, pero sin dejar de proclamar los frutos que la justicia y la esperanza pueden dar.

*Presidente del Centro Internacional para la Justicia Transicional (ICTJ). 

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