Como en la película ‘Salvando al soldado Ryan’, una madre pierde a dos hijos en la guerra en Colombia mientras el tercero, como un policía, decide seguir en la lucha.
Los hermanos Burbano nacieron y vivieron su juventud en uno de los lugares más violentos y peligrosos del país, el puerto de Tumaco, en el Pacífico colombiano. Rodeados de guerrilla, paramilitares, bandas criminales y narcos, nunca sucumbieron a las tentaciones del dinero fácil ni a las ofertas de ingresar a pandillas o grupos ilegales. En una región en donde muchos solo sueñan con tener un arma para imponer su ley, los Burbano optaron por conseguir la suya, pero para defender la patria.
Dos de ellos, Johan y Albin, ingresaron a las filas del Ejército Nacional. Su hermano menor, Arturo, prefirió entrar a la Policía. Su historia posiblemente sería igual a la de decenas de familias con hijos que hacen parte de las fuerzas militares colombianas. Sin embargo, la de los Burbano no es común. Ni siquiera en la increíble y triste historia de la guerra en Colombia.
En un trágico giro del destino, dos de los tres hermanos murieron en combates con la guerrilla con tan solo 35 horas de diferencia. La muerte los encontró casi al mismo tiempo en dos extremos del país, a más de 500 kilómetros de distancia. Uno en el calor infernal de Arauca en el oriente. El otro en la agobiante humedad de la selva del Urabá antioqueño.
El primero tenía 25 años, y murió el 25 de agosto. Su hermano tenía 26 años y murió el 26 de agosto. El único de los hermanos que sigue vivo, el menor, en medio del dolor y la incredulidad sigue portando con orgullo el uniforme de la Policía.
En un país en donde la guerra se volvió paisaje, la historia de los Burbano pasó desapercibida, a pesar de que guarda similitudes con la célebre película de Steven Spielberg, Rescatando al soldado Ryan, que llevó a la pantalla gigante la historia de tres hermanos que mueren durante la Segunda Guerra Mundial (ver recuadro). La diferencia es que la historia de los Burbano no es una película de acción que dura dos horas y termina cuando se enciende la luz, sino que encarna la realidad del conflicto colombiano.
El soldado Johan
Siguiendo los pasos de su hermano mayor, Johan ingresó en 2009 al Ejército a prestar el servicio militar. Esta vida lo atrapó y optó por convertirse en soldado profesional. Su buena puntería, su destreza con las armas y la disciplina, lo llevaron a formar parte de varias unidades móviles del Ejército en diferentes lugares del país.
Gracias a las capacidades que adquirió en las decenas de combates en los que participó durante los cinco años que llevaba como soldado profesional, Johan fue escogido el pasado 20 de agosto por sus jefes para formar parte de los 18 soldados que desarrollarían una delicada misión cerca del municipio de Arauquita. Se trataba de adentrarse en el corazón del frente 10, uno de los más poderosos de las Farc y con un amplio dominio en vastas zonas del oriente. El objetivo consistía en cortarle a esa estructura subversiva el paso por rutas clave que utilizan para el tráfico de droga. También debían llegar hasta algunos de los campamentos para evitar que los guerrilleros pudieran consolidar ataques terroristas contra la población civil y la infraestructura.
La zona era especialmente difícil. Los campos minados y los francotiradores obligaban a Johan y sus compañeros a avanzar con inmensa cautela. Debían medir cada paso y cada respiro para evitar ser detectados o caer en una emboscada. La dificultad del terreno y la situación hizo que el grupo de soldados avanzara tan solo 2.400 metros por día. Al quinto día de camino selva adentro, y cuando ya ajustaban 12 kilómetros recorridos, la noche del 24 de agosto el grupo se vio obligado a detenerse. Uno de los hombres tenía agudos dolores abdominales que le impedían seguir. Era apendicitis.
Los jefes del pelotón se comunicaron con sus comandantes de la brigada móvil 5 para informar y solicitar apoyo aéreo urgente para llevar al hombre a un hospital. Un helicóptero salió hacia el lugar pero la noche y las condiciones del clima impidieron que pudiera aterrizar. Johan y sus compañeros pasaron en vela la noche tratando de calmar al adolorido soldado.
A las 8 y 30 de la mañana del 25 de agosto el pelotón de soldados sintió a la distancia el ruido del helicóptero que se acercaba. La aeronave aterrizó y Johan ayudó a subir al soldado enfermo. De un momento a otro un estruendo sacudió la tierra cuando apenas estaba tomando vuelo el helicóptero. Se trataba de una lluvia de cilindros bomba, tatucos y ráfagas de fusil que venían de todas direcciones. El sonido del helicóptero había delatado la ubicación de los militares que estaban rodeados por más de 50 guerrilleros.
Con el helicóptero fuera de peligro Johan y sus compañeros empezaron a repeler el fuego guerrillero y se replegaron en busca de posiciones que les permitieran salir de la emboscada. La lluvia de balas era intensa y se prolongó por varios minutos. Los militares lograron contener el ataque y en un momento determinado se lanzaron a la ofensiva. Cuando iban tras los guerrilleros, una segunda oleada los sorprendió. Johan iba al frente de la línea de combate empuñando su fusil. A su lado iban otro soldado y un suboficial. Un cilindro bomba cayó a pocos metros y volaron por los aires. Mal heridos por las esquirlas, se incorporaron, pero Johan fue alcanzado por una ráfaga de balas que acabaron inmediatamente con su vida. El mismo destino corrieron sus dos amigos. El combate se prolongó un rato más hasta cuando los subversivos huyeron.
Una hora más tarde los cuerpos sin vida de Johan y sus amigos fueron trasladados hasta la brigada en Arauca. Cuando conoció el ataque y las bajas que habían sufrido sus hombres el comandante del Ejército, el general Jaime Lasprilla, viajó desde Bogotá hasta la brigada para conocer de primera mano la situación. Allí fue informado que Johan tenía un hermano que era cabo del Ejército y estaba en operaciones con la brigada móvil 24 en Mutatá, Antioquia.
Lasprilla se comunicó con el comandante de esa unidad y le ordenó localizar al cabo Albin Burbano para enterarlo de la muerte de su hermano menor.
El cabo Albin
Albin era el mayor de los hermanos Burbano. En 2008 entró al Ejército a prestar servicio militar. Aunque su sueño era estudiar Contaduría y dedicarse a los números, las limitaciones económicas de su familia hicieron que optara por encontrar en la carrera militar una forma digna de ganarse la vida. Su opción en ese mundo era ser suboficial del Ejército. Pagar la inscripción y la formación que dura dos años y cuesta cerca de 3 millones de pesos, implicó un gran sacrificio familiar.
Su padre, Jairo, vendió un pequeño lote que tenía en su vereda en 1 millón de pesos. Su mamá empeñó un par de cadenas que tenía y buscó plata prestada con amigos y familiares para que Álbin lograra graduarse. Que llegara a ser suboficial se transformó en una misión familiar que lograron concluir con éxito en 2011 cuando salió de la escuela con el grado de cabo tercero.
De inmediato fue asignado a diferentes unidades, la última fue el batallón de combate terrestre número 33, donde llegó a finales de julio pasado. Fue asignado como comandante de escuadra en la brigada móvil número 24. Una de las misiones consistía en enfrentar al temible frente 5 de las Farc que actúa en gran parte del Urabá antioqueño. Durante varias semanas Albin y sus compañeros sostuvieron enfrentamientos esporádicos con los guerrilleros.
Los días eran eternos en la espesura de la tupida selva y las horas pasaban a la espera de entrar en combate en cualquier momento. La rutina del cabo Albin cambió cerca del medio día del 25 de agosto. Sus comandantes le informaron que debía salir de la zona de combate en la que estaba y presentarse en la sede de la brigada en Mutatá. Aunque no entendía las razones de la inusual orden, no le dieron más explicaciones. Sus jefes no querían que la mala noticia de la muerte de su hermano lo tomara en la mitad de la selva.
El cabo Albin estaba prácticamente en la mitad de la nada y debía caminar varios kilómetros entre la manigua para llegar a un lugar en donde lo esperaría un helicóptero.
Acompañado de un pequeño grupo de soldados caminó toda la noche y la madrugada. Iba al frente de su grupo siempre con su fusil desasegurado y listo para disparar. A un par de kilómetros de su destino, cruzó una pequeña cañada. Un estruendo sacudió la selva. Albin pisó una mina antipersonal plantada por la guerrilla.
“Ay, mi madre”, fue el grito de dolor que lanzó y que se escuchó en la selva. Sus hombres corrieron a auxiliarlo y no podían creer lo que veían. Tendido sobre la tierra Albin se retorcía de dolor. Ya no tenía sus dos piernas y le faltaba uno de sus brazos. La fortaleza física que siempre tuvo desde pequeño lo mantenía consciente. Le pidió a uno de sus hombres que le dijera qué tan mal herido estaba. Su subalterno no tuvo corazón para decirle la verdad. “No, mi cabo, tranquilo. Usted está bien”, le dijo. Albin se desmayó.
Los uniformados cortaron dos palos de un árbol y uniendo sus camisetas improvisaron una camilla en la que acomodaron el cuerpo destrozado de su cabo. A toda marcha recorrieron los pocos kilómetros que los separaban del helicóptero. Fue trasladado a Montería pero en el hospital al que llegó no pudieron hacer nada debido a la gravedad de las heridas. Tuvo que ser trasladado a Medellín a donde llegó a las dos de la tarde. Durante cuatro horas los médicos lucharon infructuosamente por salvarle la vida. El segundo de los hermanos Burbano murió a las seis de la tarde del martes 26 de agosto.
El patrullero Arturo
El menor de los tres hermanos varones de la familia Burbano es Arturo. En septiembre del año pasado optó por seguir los consejos de Johan y Albin, quienes le recomendaban seguir sus pasos como militares. Arturo no estaba convencido que pasar meses en la selva fuera lo suyo. Pero optó por ingresar a la Policía para hacer el curso de patrullero. En marzo se graduó y junto a sus hermanos y el resto de la familia celebraron que se acababa de convertir en el tercer Burbano en unirse a la fuerza pública.
Arturo fue enviado a Pereira y por su gruesa contextura física fue asignado a formar parte del Escuadrón Móvil Antidistrubios (Esmad). Casi a diario trataba de conversar con sus hermanos por teléfono, ellos lo llamaban desde el lugar de la selva en donde se encontraran. Como era el único de los tres que estaba en una ciudad, era el encargado de pagar las cuentas de los celulares.
Desde pequeños siempre fueron muy unidos y por la mente de Arturo jamás pasó la idea que algún día sus dos hermanos pudieran faltar a pesar de haber elegido una de las profesiones más peligrosas en Colombia, como es la de ser militar.
Con regularidad sus hermanos le contaban de los combates en que habían estado. Ese tipo de conversaciones se volvieron rutinarias y esa rutina ayudó a disminuir el temor de Arturo por la suerte de sus hermanos. Sin embargo, algo inusual dejó inquieto al menor de los Burbano.
El 20 de agosto, en una llamada cotidiana, Johan le contó que ese día su mejor amigo en el Ejército había muerto en un combate. Por primera vez le confesó que tenía miedo pues saldría a una misión en las selvas de Arauca. Como una especie de broma y para bajar la tensión, Arturo le dijo que se hiciera el enfermo para no ir. Se rieron y se despidieron.
Arturo quedó inquieto por la charla y decidió llamar a su hermano mayor, el cabo Albin, quien lo tranquilizó. Esa fue la última vez que Arturo conversó con sus dos hermanos.
Cinco días después de esas llamadas telefónicas, a las 9 y 45 de la mañana del 25 de agosto el celular de Arturo sonó. Un compañero del soldado Johan le dijo que su hermano acababa de morir. La noticia le cayó como un baldado de agua fría. Sin pensarlo marcó al celular de su hermano mayor, el cabo Albin. No se pudo comunicar pues este se encontraba en la mitad de la selva de Urabá.
Desconsolado tomó un bus desde Pereira rumbo a Cali. Allí estaban sus padres que habían ido a visitar a unos familiares. Desde la carretera habló varias veces con su mamá, Águeda, pero no fue capaz de darle la nefasta noticia. Quería verla y abrazarla antes de contarle que la guerra le había arrebatado a uno de sus hijos.
Al llegar a la capital del Valle el menor de los hermanos Burbano se encontró con sus padres. Se fundieron en un abrazo y entre lágrimas empezaron a llorar la partida de Johan.
Un pueblo de luto
Arturo y sus padres regresaron a Tumaco para preparar el velorio y esperar la llegada del cabo Albin. Cerca de 100 habitantes de ese municipio estaban en la casa de una familiar en donde harían la velación, que solo podría realizarse al día siguiente, cuando llegara el féretro con el cuerpo de Johan. Sin embargo no sabían que la muerte volvería a tocar a sus puertas.
Cerca del mediodía del 26 de agosto, Jairo, el patriarca del clan, recibió una llamada que ahondaría la tragedia. Un compañero de su hijo mayor le contó que el cabo Albin había caído en un campo minado y estaba herido. Esa noche les confirmaron que los médicos habían perdido la batalla por salvar su vida.
Tumaco se paralizó. Tanta desgracia no podía ser cierta. La casa se llenó, más de 700 tumaqueños se aglomeraron a las afueras de la pequeña vivienda en el barrio La Concordia. Una vez los dos ataúdes entraron por la puerta la noche del miércoles 27 de agosto, la mamá de los Burbano no soportó más, sintió que el mundo se le venía encima, se desmayó y tuvo que ser llevada al hospital.
En la mañana del jueves, después de la ceremonia religiosa en la que los militares rindieron honores a los dos héroes caídos, todo el pueblo se dirigió en una silenciosa procesión a uno de los muelles. Los féretros fueron embarcados en dos canoas que partieron rumbo a la vereda que vio nacer a los Burbano y que sería el lugar en donde pasarían la eternidad. Más de 30 canoas llenas de gente y flores los acompañaron en el recorrido por el río.
Al mediodía la caravana fúnebre arribó a la vereda San Agustín. Los cuerpos de Albin y Johan reposaron sobre unas mesas en la casa de sus padres y siguiendo una de las costumbres de la comunidad, colgaron cobijas en las paredes para luego cantar durante tres horas. A las tres de la tarde subieron la loma hasta llegar a la iglesia, una modesta capilla en obra gris, ubicada en uno de los puntos más altos del lugar. Allí, el párroco de Tumaco ofició la misa por el alma de los dos hermanos.
Horas antes uno de los tíos de los jóvenes fue el encargado de abrir los hoyos de dos metros de profundidad en donde serían enterrados sus sobrinos, dos héroes reconocidos por su pueblo pero ignorados por el resto del país.
Hoy los padres de los hermanos Burbano encarnan la tragedia de la guerra. No entienden por qué, salvo el comandante del Ejército, nadie del Ministerio de Defensa o el alto gobierno se tomó siquiera el trabajo de llamarlos a darles las condolencias, a pesar de la inmensidad de su tragedia por haber perdido dos hijos casi de manera simultánea. No obstante el dolor, no guardan resentimientos contra nadie. Arturo, el único de los tres hombres que sobrevive, sigue en las filas de la Policía, pero al igual que miles de colombianos, no logra entender las razones de una guerra que le quitó a sus hermanos.
Fuente: semana.com
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