Nadie se imaginó que una nación donde hasta los pobres podían tomar whiskey 12 años iba a llegar al punto en que la gente celebra cuando corre agua por el grifo.
No lo imaginé yo, cuando llegué a Venezuela hace tres años, en un momento en que ya había inseguridad, cortes de luz y agua y colas para comprar productos básicos: era un país en crisis, sí, pero que de alguna u otra manera, pensábamos, no se deterioraría tanto. Y tan rápido.
Hoy, sin embargo, quienes vivimos en esta tierra prodigiosa –aún rica en petróleo, minerales y paisajes maravillosos– extrañamos el día a día de 2013.
No hay encuesta, análisis o cifra que resuma el sentimiento de ese venezolano que vio su calidad de vida, por mucho que tuviese que arreglarse con el salario mínimo, perder uno a uno los lujos de vivir en país rico: ni la inflación más alta del mundo, ni la mayor tasa de homicidios, ni la frecuencia de los cortes de luz.
Ni siquiera es suficiente el dato de que Venezuela dejó de estar entre los tres mayores consumidores de whiskey del mundo.
El gobierno de Hugo Chávez, que llegó al poder en 1999, les dio educación, salud y vivienda a millones de personas que, incluso en la presente debacle, se sienten irrevocablemente agradecidas.
Pero lo que hoy vive el país –más allá del debate de si es una guerra económica gestada por la derecha internacional, como alega el presidente Nicolás Maduro– refleja un deterioro abismal en la calidad de vida de la mayoría en Venezuela.
Permítanme contarles lo que he visto en tres años investigando, pero también viviendo, un país que perdió sus privilegios sin que nadie lo imaginara.
El barrio venezolano es una tierra alegre y movida, pero también peligrosa y llena de percances.
1. La luz que se va a diario
Y comencemos por la electricidad, que es imprescindible en una zona tropical donde además vivimos cada vez más encerrados por el miedo (cosa que abordaré más abajo).
Acá hay un Comité de Afectados por los Apagones, que reportó 8.250 cortes de luz en los últimos tres meses en todo el territorio.
Cifras oficiales sobre el número de apagones no hay, pero el gobierno oficializó esta semana el racionamiento en residencias, sector público, centros comerciales y colegios de todo el país (salvo Caracas, que está protegida de los apagones).
Desde que se declaró una crisis eléctrica en 2009, miles de venezolanos se habían acostumbrado a estar pendientes de desconectar sus electrodomésticos cada vez que se va la luz para que –cuando vuelva– no se dañen las neveras, televisores o aires acondicionados.
Comprar una planta eléctrica a precio regulado –importada y subsidiada por el gobierno– es una alegría por la que muchos están dispuestos a pasar incontables gestiones burocráticas o unas horas de fila.
Gracias a subsidios como éstos, el consumo eléctrico se disparó en los últimos años: el que solo tenía aire acondicionado en el cuarto, ahora también tiene en la sala y el comedor.
El acceso a bienes como éstos fue para muchos una mejora de la calidad de vida, auspiciada por Chávez.
Hoy, sin embargo, la mayoría no puede prender sus aires el tiempo que quisiera.
El tanque que todos los venezolanos quieren –y muchas veces logran– tener.
2. El agua que llega a medias, sucia y hedionda
Respecto a los cortes de agua, que también se volvieron frecuentes en todo el país, no hay un comité de afectados, pero a diferencia del problema eléctrico, el del agua sí golpea a Caracas, y mucho más en los últimos dos años.
Como parte del paisaje del barrio popular venezolano, a las antenas de televisión satelital que hay en cada casa ahora se añadió un tanque azul en casi todos los techos.
Sin tanque te toca acomodar tu rutina a los incumplidos horarios de racionamiento.Con tanque eres, de alguna manera, libre.
Para el venezolano se volvió necesario vivir pendiente de dónde sacará el agua.
Pero si hay problemas de cantidad, también de calidad: mi tanque lo he tenido que limpiar con desengrasante y cloro tres veces en el último mes, porque el agua llega amarillenta, apestosa.
Y soy un privilegiado, corroboré cuando fui a Valencia, porque no vivo en la región central del país, donde el agua emite un olor a hierro que impregna la piel y hace arder los ojos.
En medio de la crisis, hay comunidades por todo el país que han logrado construir un pozo del que pueden sacar agua de la profundidad de la tierra –esta tierra prolífica– sin depender del abastecimiento central.
Y, en los puntos donde por alguna razón hay un tubo del que siempre sale agua que viene de un manantial, las filas son cada vez más largas.
De ahí sacan agua personas que andan con un botellón en el carro, pero también los camiones cisterna que abastecen por grandes sumas a hoteles y edificios residenciales de clase alta, donde las minorías acomodadas sí mantienen una calidad de vida de lujo.
Pero cuando llueve no deja de haber problemas para las mayorías, porque las inundaciones y derrumbes afectan a miles de personas cada vez que cae un palo de agua.
3. La angustia de que el dinero no alcance
Muchos venezolanos saben lo que es bueno: a lo que sabe –y lo que es– un queso holandés; lo que es pasar –y repetir– unas vacaciones en familia en un resort con todo incluido.
Pero con una inflación que este año tomó cara de hiperinflación, el venezolano ha tenido que sacrificar las idas a restaurantes, moverse en taxi o comer carne y pescado.
Eso produce una angustia casi existencial, porque el venezolano perdió aquello que lo hacía especial ante el mundo: el consumo de suntuarios.
Ahora, ni lo básico está al alcance de todos: el 87% de los venezolanos dice que su ingreso es insuficiente para comprar los alimentos, según la Encuesta de Condiciones de Vida de 2015 realizada por tres prestigiosas universidades.
Y entonces pasan sus días esperando al frente de los supermercados, con una sombrilla para protegerse del sol inclemente, a ver si logran comprar los alimentos a precio regulado.
Obtener uno de estos productos se ha convertido en uno de los motivos para ser feliz en Venezuela.
Esa ansiedad de no saber qué voy a comer hoy se exacerba cuando se piensa en futuro: ahorrar o invertir son ahora conceptos llenos de incertidumbre para el venezolano, que encima acude cada vez más al endeudamiento para paliar la inflación.
La pérdida de la capacidad adquisitiva ha hecho que muchos recurran a empleos informales: conozco médicos taxistas, ingenieros meseros, maquilladores que revenden productos básicos.
No es que para el venezolano la plata sea todo, sino que cuando la plata deja de alcanzar para alimentar, educar y hacer feliz a su familia, el nerviosismo se convierte en tu estilo de vida.
4. La interacción social que se corta
Y es que no hay nada más sagrado para el venezolano que su gente querida: la interacción con la familia, los amigos o los colegas es una actividad que acá priorizan.
Por eso es que hablan tanto por celular.
Uno de los consumos que más ha crecido en Venezuela recientemente es el de comunicaciones, debido –también– a que los precios están regulados y son decenas de veces más baratos que en cualquier país de la región.
Sin embargo, por esa razón ha sido imposible mejorar el servicio, que es peor cada día que pasa, cada día que hay un nuevo usuario.
Es paradójico, o muy venezolano: son los mayores consumidores de telecomunicaciones, pero cuentan con el peor servicio.
Los venezolanos ahora no pueden hacer llamadas internacionales de larga distancia desde sus celulares ni usar sus teléfonos por fuera del país.
Pero además no pueden usar la función de cámara de Skype, puesto que cuentan con la conexión más lenta en América Latina, según varios estudios.
La frecuencia con que se caen las llamadas o se va el internet es difícil de medir, pero las quejas por problemas que se prologan por semanas son pan de cada día en las redes sociales.
Quejas, por cierto, con un tono tan violento que revelan un insondable sentimiento de rabia, de desazón, por la inoperancia de las comunicaciones.
5. El miedo de morir
Pero además de aislados por las comunicaciones, los venezolanos se han venido encerrando por el miedo a que se cumpla una de esas historias de descuartizamientos, secuestros o masacres que se oyen por ahí.
Las noches en las zonas de clases media y alta por todo el país se convirtieron en un desierto donde solo suenan animales tropicales.
Salir de noche en Caracas, la ciudad más violenta del mundo, es un riego que muchos no se atreven a tomar.
Que Venezuela sea uno de los países con más homicidios del mundo agrava la percepción de inseguridad para cualquiera que no se haya vuelto resistente al miedo.
Aunque venezolanos que perdieron la sensibilidad ante la muerte los hay, como quienes realizan y celebran los linchamientos a delincuentes.
Pero a las muertes por crímenes se suman las víctimas de enfermedades, que convierten una gripe en una neumonía por la falta de medicinas.
La escasez de medicamentos e insumos hospitalarios parece haberse desbordado en el último año: según el ministerio de Salud, en 2015 aumentó 31% la mortalidad general en hospitales.
Venezuela fue pionera mundial en la microscopia electrónica, en la investigación de la diabetes, en la erradicación de la malaria, en el estudio genético.
Nadie se imaginó que en ese país una enfermedad menor fuera a generar la angustia de un cáncer.
En Venezuela hoy hay que hacer largas filas para supermercados, transporte, trámites y cajeros automáticos, entre otras.