El 25 de agosto de este año, en un laboratorio de la U. Nacional de Medellín, se encendió un pequeño bombillo led. Fue uno de los momentos más felices en la vida del ingeniero Óscar Álvarez. Llevaba cuatro años tratando de entender y demostrar que Colombia podría explotar una fuente poco usual de energía limpia: la mezcla de agua dulce y agua salada en la desembocadura de sus ríos.
Los ingenieros que trabajaban con él tenían preparada esa sorpresa. Era el día en que se graduaba del doctorado en ciencias del mar. Habían pasado varios días trasnochando para completar el pequeño generador, capaz de aprovechar lo que ellos llaman con familiaridad “el gradiente de salinidad”.
Álvarez sabe que cada vez que usa esas palabras tiene que ponerse un poco más didáctico: “Todo lo que en la naturaleza represente una diferencia física o química implica un potencial. Cuando se mezcla agua dulce y agua salada se libera energía. No la podemos ver pero ahí está”. Una analogía siempre le ayuda: un metro cúbico de agua dulce mezclada con agua de mar puede producir la misma energía que produce un metro cúbico de agua que cae desde una altura de 200 metros.
En 1974 Richard Norman de la U. de Connecticut, en un artículo de la revista Science, había sugerido explorar esa fuente de energía. Pero la obsesión por los combustibles fósiles, baratos, fáciles de extraer, que no requieren mucha creatividad ni conocimiento, terminaron opacando esa y muchas otras ideas para explotar energías limpias. La amenaza del cambio climático, provocado por emisiones de gases asociados al petróleo y carbón, nos está obligando a desempolvar las viejas ideas.
En el caso de las energías marinas, paradójicamente, Colombia con sus dos océanos no parece tener mucho potencial. Al menos no en las más comunes que son oleaje, mareas y corrientes oceánicas profundas. El oleaje, por ejemplo, depende del viento y en el Caribe ventea con intensidad tan sólo cuatro meses al año. Sólo durante esa estrecha ventana de tiempo sería factible aprovechar la energía del oleaje.
En cuanto a las mareas, tampoco parece una buena apuesta según los cálculos de Álvarez, quien hoy forma parte del grupo de investigación en Geociencias de la Universidad del Norte, en Barranquilla. Para extraer energía del cambio de marea se necesita una diferencia de al menos cuatro metros en el nivel del mar. En el Pacífico colombiano, la diferencia de mareas apenas llega a 3,5 metros.
Algo similar ocurre con las corrientes profundas. En Colombia, las corrientes lo suficientemente fuertes para producir energía están a más de 500 kilómetros de la costa. Una distancia que las hace inviables económicamente por ahora. En el Caribe colombiano no son tan fuertes como entre Cuba y la Florida donde la corriente profunda alcanza los 26 millones de metros cúbicos por segundo. Una corriente 100 veces más fuerte que la del río Amazonas.
Álvarez y sus colegas, del grupo Oceánicos de la U. Nacional y el grupo de Investigación en Química, decidieron explorar una cuarta opción: los gradientes de salinidad. Este año publicaron, en la revista Renewable and Sustainable Energy Reviews, un mapa sobre el potencial energético oculto en la desembocadura de todos los ríos alrededor del mundo. El ejercicio los llevó a identificar 921 ríos con potencial, pero se concentraron en los 448 con mayores posibilidades. Sorpresivamente, el río Magdalena ocupó el sexto lugar en sus cuentas con un potencial de 600 megavatios. Es la misma cantidad de energía que genera Termoflores, la empresa de combustibles fósiles que abastece a toda Barranquilla en época de sequía.
“Es una de las energías renovables más confiables”, comenta Álvarez, pues las plantas funcionarían el 84 % del tiempo mientras las eólicas lo hacen únicamente el 45 % y las solares cerca del 20 %.
Pero si la desembocadura del río Magdalena se puede convertir en una gigantesca batería capaz de aportar un 10 % de la electricidad que hoy consume el país, la pregunta es cómo lograrlo. Y ahí la buena idea se convierte en un reto tecnológico y de ingeniería.
Lo que Álvarez y el grupo de la Universidad Nacional de Medellín lograron en el laboratorio fue un pequeño modelo de lo que podría alcanzarse a gran escala. “Es una tecnología tan fascinante como difícil de lograr a escala industrial”, advierte. Pero no imposible.
En Noruega ya existe una planta que simula el mismo proceso que ocurre en una pequeña célula. Esta tecnología se conoce como “ósmosis por presión retardada”. Al poner en contacto los dos fluidos (agua de río y agua de mar) mediante una membrana específica que permite pasar el agua, pero no las sales, se genera una diferencia de presión que puede aprovecharse en una turbina.
Ese es un camino difícil. La alternativa, la que Álvarez sueña ver construida algún día cerca de Bocas de Ceniza en Barranquilla, es una planta de electrodiálisis inversa. Suena complicado pero en el concepto básico es como tener una gigantesca batería de agua. En estos casos los que cruzan de un lado para otro a través de membranas son los iones y no el agua. En Holanda ya existe una planta experimental que genera 50 kw, poco más de la energía necesaria para prender unas 30 cafeteras o 1.000 bombillos. Se inauguró en 2014 y se invirtieron seis millones de euros. La idea de los holandeses es perfeccionar la tecnología.
“No queremos dejarles el desarrollo a los países desarrollados”, dice con entusiasmo Álvarez, “somos capaces”. Ahora están empezando a estudiar las membranas de intercambio iónico que son el componente tecnológico más crucial.
Después de ver alumbrar un bombillito led en el laboratorio ahora quieren construir un prototipo más grande a orillas del río Magdalena y generar unos 150 vatios. Ojalá lo logren.
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