domingo, 21 de mayo de 2017

La heroica y silenciosa muerte del sargento Copete

Esta es la historia del militar que se infiltró en la guardia personal del narco ‘Megateo’.


Le rompieron los huesos de las manos, los dientes, le destrozaron la mandíbula y los pómulos. Después de una tortura lenta, lo acribillaron a balazos: treinta y tres disparos entre el tórax y el abdomen. Y para que nadie de su entorno tuviera duda de hasta dónde podía llegar su sevicia con los infiltrados, Víctor Ramón Navarro Serrano, ‘Megateo’, grabó el macabro episodio completo.

Nirida Bejarano vio solo la primera parte, no habría podido soportar el resto. Y a pesar de no hacerlo, sufrió pesadillas durante meses imaginando el horror que soportó su esposo, Carlos Andrés Copete.

“Las imágenes comienzan en una casa vieja, de finca, en pleno monte de vegetación frondosa. Va llegando un grupo grande, hombres bien armados, vestidos de camuflado”. Nirida desgrana el recuerdo de las imágenes sin poderse sacudir el dolor. Ha intentado guardar en un rincón de su corazón la tragedia para que sus dos hijos crezcan felices, ajenos a sus tristezas.

“Andrés estaba acostado en un cuarto de piso de tierra, no había puerta, llevaba una pantaloneta, una camiseta roja y chanclas rosas, me llamó la atención el color. Por la luz, supuse que era por la tarde. ‘Megateo’ se dirigió a él, fresco, como si le tuviese aprecio. En ese momento Andrés se levantó.

–“¿Q’hubo, chino? ¿Sí ve? Me hicieron una llamada y usted, Junior, ¿por qué me hizo eso? Me siento traicionado. Íbamos bien, pelado, le tenía mucha confianza”.

Nirida hace un esfuerzo por rescatar esos últimos momentos de su esposo, por relatar la secuencia del video sin desmoronarse. “‘Megateo’ cambió el tono y dijo: Yo sé dónde está su esposa embarazada, su hija… Andrés se apresuró a contestarle: ‘eso es conmigo, es mi trabajo. Haga conmigo lo que sea pero a mi esposa no le haga nada’”, continúa Nirida. “Luego me enteraría de que Junior era su nombre ficticio, el que usaba con esa gente. No quise ver nada más de la grabación”.

Al suboficial no le quedó otra salida que aceptar su pertenencia a Inteligencia. Admitió que era un infiltrado al servicio del Ejército y no el militar torcido, adscrito a la Brigada 30, experto en comunicaciones, que había utilizado de fachada.

En ese instante debió vislumbrar el calvario que le esperaba, pensaría en su hija de 5 años, en su esposa embarazada, en el bebé que ya no conocería. Pero no tenía escapatoria. Ofrendaba su vida por cuidar las espaldas de sus compatriotas, aunque pocos se enterarían. Sería un muerto anónimo como tantos compañeros. “Nos la pasamos en las tinieblas para que otros vean la luz”, reza una máxima de los militares que penetran las redes criminales. 

Lo que seguramente no imaginó es que, tras su muerte, el Ejército dedicaría seis meses a investigar sus últimos pasos así como las finanzas de su familia para cerciorarse de que no era una manzana podrida. Que merecía un lugar en la Galería de los Héroes de Inteligencia Militar.

El sargento era de Aguadas (Caldas). Aquí con su esposa en una sede de las FF. MM.

Foto: Archivo particular

“Dígale a sus hijos que su padre fue un héroe, que llegó más lejos que ninguno de nosotros”, le comentó a Nirida un funcionario de la DEA, tras darle el pésame. Sin embargo, al jefe de Copete, entonces teniente coronel Pedro Rojas, le quitaron la visa. El organismo norteamericano participaba en la cacería en el que por entonces era uno de los mayores narcotraficantes del país, por cuya captura ofrecían 5 millones de dólares de recompensa.

Nirida Bejarano agradeció las palabras aunque no necesitaba que nadie le contara quién era su esposo, la rectitud que rigió su vida, el amor y entrega al Ejército del que hizo gala desde que prestó servicio militar. Le gustó tanto el mundo castrense que ingresó a la Escuela de Suboficiales. Al graduarse, por sus buenas calificaciones, le brindaron la oportunidad de incorporarse a Inteligencia, campo que le apasionaba.

Antes de su primer destino, conoció a Nirida y al año se casaron. Tuvieron la niña, y mientras él ejercía su trabajo y seguía especializándose en investigación judicial y ciminalística, en grafología, siempre con la mirada puesta en su oficio, ella terminó Administración de Empresas y empezó a trabajar en un banco.

La traición


Hay que rebobinar la historia y situarnos en diciembre del 2011. El sargento Carlos Andrés Copete, natural de Aguadas, Caldas, de 32 años, regresa a Ocaña, Norte de Santander, a entregar el apartamento, recoger sus pocos enseres y hacer el empalme con el compañero que le sucedería. Esa es la versión que tiene Nirida. Pero la razón del viaje era otra.

Volvía, pese al enorme peligro que corría, a atar algún cabo suelto para perfeccionar la prueba reina de su misión. Dejaría al descubierto la telaraña de sobornados en todas las instituciones estatales, incluido el Ejército, que había tejido ‘Megateo’.

Desde hacía más de dos años estaba infiltrado en la estructura del jefe máximo del Epl (una disidencia del Ejército Popular de Liberación conocida como ‘Pelusos’). Si bien ‘Megateo’ fue siempre objetivo prioritario, a raíz de la masacre de diez detectives del DAS y siete soldados en el 2006, la búsqueda se intensificó por la región del Catatumbo, Norte de Santander, donde se movía a sus anchas con una tropa numerosa.

Andrés era muy inteligente, controlado, respetuoso, hizo su trabajo con mucha pasión y creo que era consciente de que en cualquier momento lo podían descubrir 

En noviembre del 2011 acudió al búnker de la Fiscalía General con su esposa, que le aguardó en la entrada. “Salió y solo me dijo, ya estoy tranquilo”, apunta Nirida. “Además, en enero comenzaba su curso de ascenso”.

Para su desgracia, en ese encuentro en el que creyó apuntalar su seguridad, estaba cavando su tumba. En algún punto de la cadena el anuncio de que viajaría una última vez y entregaría una valiosa información se filtró. ‘Megateo’ lo supo y planeó su asesinato.

El miércoles 14 de diciembre del 2011, Copete llamó a su esposa desde Ocaña y ella lo notó sereno. Fue la última vez que hablaron. Una fuente que conoce el caso concluyó que la misma noche lo sacaron con engaños del apartamento, le dieron una droga para trasladarlo a la casa donde moriría sin que opusiera resistencia, el jueves lo asesinaron y el viernes su cadáver apareció botado en una cuneta de la vía que de La Vega de San Antonio conduce a Aspasica. Le quitaron el celular, el computador portátil, la pistola Jericó 9 mm que cargaba y su argolla matrimonial. 

“La mamá de Andrés casi se muere al darle yo la noticia. Luego sus papás querían saber qué había pasado, por qué lo mataron, pero yo tomé la decisión de no meterme más, me parecía peligroso y mi prioridad eran mis hijos. Lo enterraron en Jardines de Paz, en el Panteón de los Héroes Muertos en Combate. Andrés era muy inteligente, controlado, respetuoso, hizo su trabajo con mucha pasión y creo que era consciente de que en cualquier momento lo podían descubrir”.

Poco después de su muerte, fue al Club de Suboficiales con su hija de la mano. “No me dejaron entrar, dijeron que (mi pase) estaba inactivo. Insistí por la niña, le dije que era viuda y ni modo. Cinco años demoré en meter derechos de petición y me dejaran entrar de nuevo”, recuerda Nirida.

Héroe olvidado


Fue a mediados del 2016 que alguien de la Policía me habló con admiración del suboficial y de su espantosa muerte, quería que el país conociera a quienes pierden la vida por perseguir criminales, pero solo me dibujó unas pinceladas de su existencia y dio indicaciones de la casa en la que lo mataron. Enclavada en una ladera boscosa, entre La Vega de San Antonio –minúsculo pueblo de calles solitarias– y el diminuto caserío Guayabón. Decidí buscarla.

Llegué en flota a La Vega y al segundo día conseguí un mototaxi con la excusa de conocer la escuela de Guayabón y reportar el abandono estatal de esos territorios apartados. En las regiones que controlan las bandas armadas es necesario justificar tu presencia si los encuentras y si revelaba lo que buscaba, el motorista tampoco me habría llevado. En el trayecto solo divisé una casa que obedecía a la descripción. Le saqué fotos en la distancia porque no encontré razón creíble para subir hasta ella. 

Demoré un año en averiguar quién era Copete y armé parte del rompecabezas que explica su muerte. Aún faltan muchas incógnitas por resolver.

SALUD HERNÁNDEZ-MORA
Especial para EL TIEMPO

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