Activista tibetano se inmola en protesta por el control del régimen comunista y para reclamar el regreso del Dalai Lama, exiliado en Dharamsala (India).
La ley del talión, ojo por ojo, diente por diente, está escrita en el ADN de los hanes, la etnia mayoritaria de China y a quienes en Occidente llamamos chinos porque suman el 91% de los 1.350 millones de habitantes del país. De ahí que a sus dirigentes no les tiemble la mano a la hora de castigar al que atenta contra la más alta misión que se otorgó el Partido Comunista Chino (PCCh) en 1949, tras su victoria en la guerra civil: la reunificación de la patria. Es decir, el restablecimiento de las fronteras existentes antes de la decadencia de la dinastía Qing (1664-1911) y la ocupación por las potencias extranjeras de amplias zonas de China.
No sería de extrañar, por tanto, que ahora tomase represalias contra España —como hizo contra Noruega por la concesión del Nobel de la paz al disidente Li Xiaobo— por la orden de detención emitida por la Audiencia Nacional contra varios antiguos dirigentes, incluido el expresidente Jiang Zemin (1993-2003), como presuntos responsables de un delito de genocidio contra el pueblo tibetano. Pekín, que no admite que nadie cuestione sus fronteras, lo considera una injerencia en sus asuntos internos.
Si en China no se ha producido una desmaoización en toda regla, a pesar de los desmanes totalitarios de Mao Zedong, se debe a que el Gran Timonel es visto como el estratega que fue capaz de reunificar el país y expulsar a los extranjeros de China. La senda de Mao está trazada a sangre y fuego entre quienes liberaron el país y la antorcha la han recogido sus sucesores. “Debemos continuar luchando para lograr el sueño chino y el gran renacimiento de la nación”, señaló Xi Jinping en su primer discurso como jefe de Estado, el pasado marzo.
El sueño chino tiene múltiples interpretaciones, como el volver a cuadruplicar la renta per cápita de la población de aquí a 2049, cuando se cumpla el centenario de la República Popular. Pero en las altas esferas del poder, el sueño está ligado a la unidad territorial, incluida Taiwán. Lograda con éxito la integración de las antiguas colonias de Hong Kong y Macao, sobre las que China recuperó la soberanía en 1997 y en 1999, respectivamente, Pekín confía en que la llamada isla rebelde —cuya economía está hoy en día muy ligada al continente— termine por aceptar el abrazo chino.
El PCCh fue devolviendo una tras otra al redil del Estado —con la excepción de Taiwán, donde se refugió el Gobierno nacionalista— las provincias más díscolas, que con el apoyo de distintas potencias trataron de hacerse independientes. “Tíbet y Mongolia gravitaban en un estado de cuasiautonomía bajo la influencia de las respectivas órbitas del imperio británico y la Unión Soviética”, recuerda el exconsejero de Seguridad Nacional de EE UU Henry Kissinger, en su libro China. En igual situación se encontraba Xinjiang.
Para China, Tíbet forma parte de su territorio nacional desde que la dinastía mongola (Yuan, 1279-1368) amplió los confines del imperio hasta la cordillera del Himalaya. Los Qing oficializaron la inclusión de Tíbet en sus fronteras y enviaron a los primeros hanes a instalarse en el Techo del Mundo. En el siglo XIX, la debilidad de los Qing facilitó la pugna entre los imperios británico y ruso por repartirse Asia. En 1914, Londres consiguió, tras apoyar la independencia de Tíbet declarada el año antes, que los representantes tibetanos firmaran el documento de reparto de su región, que dejó bajo control británico la zona al sur de la denominada línea McMahon. Pekín no dio validez al texto al considerar que los tibetanos no tenían poder legal para decidir sobre las fronteras de China.
El Ejército Popular de Liberación entró en Tíbet en 1950 y en menos de un año el Dalai Lama y Pekín llegaron al Acuerdo de 17 Puntos, que daba autonomía a la región dentro de la soberanía china. Pero Estados Unidos, enfrentado a China en la guerra de Corea, trató de debilitarla agitando Tíbet, para lo que la CIA envió grupos de paracaidistas a formar a las guerrillas. En 1959, se produjo la revuelta que terminó con la huida del Dalai Lama y su gobierno a India.
La represión china desde entonces, en especial durante la Gran Revolución Cultural (19661976), ha sido brutal. Con la llegada de Deng Xiaoping en 1979, se cambió la táctica y se procedió a una colonización comercial y cultural, con enormes inversiones en infraestructuras para conectar la región al resto de China. Esto mejoró la vida de los tibetanos, pero el temor a ser asimilados desató en 1988 las mayores revueltas en 30 años. Pekín declaró la ley marcial y desde entonces se producen continuos choques entre los tibetanos y las fuerzas de seguridad chinas.
Fuente: http://elpais.com
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