Pablo Victoria
Nadie habría podido pensar que la izquierda hubiera llegado al poder en Colombia de la mano de uno de los personajes, que por sus antecedentes personales y familiares, pertenecía a una de las más privilegiadas familias de Colombia: los Santos. Pero las cosas son como son y no como uno quisiera que fueran. Los Santos han tenido una larga historia de izquierdismo, de ese que se pavonea por los clubes sociales, del que juega golf, del que va con cuello de tortuga a los cocteles capitalinos, del que usa bluyines rotos y desteñidos, pero que viaja en primera clase a Europa, pide caviar en los restaurantes, anda en carros de lujo y envía a los hijos a estudiar en los colegios y universidades privadas más costosos de Colombia y del extranjero. De esos que también queman incienso a la «tercera vía» y hasta fusilan los libros que de ella hablan en los palacios europeos, particularmente los acreditados en 10 Downing Street. Son las cosas raras de la vida. Pero la vida es particularmente rara.
Nadie tampoco habría podido pensar que estos yupies de postín pudieran haber podido llegar al extremo de abrir las compuertas para una posible toma política y formal de la guerrilla a las instituciones colombianas. Los tomábamos por lo que eran: unos buenavidas, perfectamente fatuos, livianos, pero no ingenuos ni malvados, social y políticamente hablando. No obstante, la experiencia que estamos viviendo es muy otra. Nos han enseñado, primero que todo, el relativismo circunstancial de su política; segundo, la adaptabilidad intemporal de su carácter; tercero, la atonía experimental de su doctrina, tres elementos que conforman su crianza, su formación y su forma de vida, perfectamente ajustada a los tiempos que corren, donde ya ni siquiera hay seguridad jurídica, ni política, ni ciudadana. Vade retro, Satana.
No en balde, entonces, el actual inquilino de la Casa de Nariño, dulce y tranquilamente, aprovechó el prestigio personal de Uribe, aprovechó su visto bueno, su respaldo y sus votos para en malahora montarse en el asiento delantero y, a golpes de volante, avanzar raudo y sin frenos por la vía que conduce al despeñadero institucional del país. Todo, claro está, aupado por una opinión nacional e internacional que hace coro de aplausos al embriagado conductor y grita como el lobo ha gritado siempre a las ovejas: «sed mansas».
Ya veremos si sale algún policía de tráfico que le pare la flota antes de que le suene la flauta.
Nota: No es nuevo, pero tiene plena vigencia, esto es lo que tenemos en el poder señores.
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