Venció la discriminación riéndose de ella y hoy está al frente del Ingenio de Occidente.
Cuando alguien le pregunta a la señora Clara Inés Álvarez por el carácter del tercero de sus cuatro hijos, no puede evitar recordar que cuando tenía 12 años le dijo que quería ir a recoger algodón con los vecinos que vivían al frente de su casa. Ocurrió hace 33 años en un pueblo llamado El Cerrito, en el sur del Valle.
“¿Usted por qué no me deja ***** algodón?”, le suplicaba el niño. Pasaba así todos los días cuando veía a sus amigos salir a trabajar en los cultivos de la zona rural del municipio. El papá y la abuela del menor le decían a Clara Inés, alarmados, que no lo dejara. Que iba a enfermarse. Que tenía apenas ¡12 añitos! Pero nada los detuvo. Ni a la mamá ni al niño. “No le voy a cortar las alas”, les respondía ella.
El niño se levantó cada día a las 5 a. m., para salir con sus vecinos y una comadre de su mamá a los campos algodoneros durante todo el día. Lo hacía como si se tratara de un juego. “Regresaba a las 6 de la tarde, negrito, negrito, de tanto sol. Lo poco que ganaba era para él y sus mecatos”, dice Clara, riéndose, en un sillón blanco acomodado en la sala de su vivienda en el municipio de Palmira, adonde unos años después se mudó la familia.
Clara Inés sentía, en el fondo, que aquella era una pataleta que se le pasaría con los días. Aquel capricho de su retoño, de ir a “trabajar” con tal de estar con sus vecinos, podía ser la señal que le revelaba su carácter fuerte. La mamá defendía la idea de que a sus hijos debía dejarlos andar.
Luis Alfredo Girón, hoy de 45 años, se convirtió en el gerente del Ingenio del Occidente, uno de las empresas del industrial Maurice Armitage, el alcalde de Cali. Y ha sido destacado por la organización Chao Racismo como “el primer gerente negro de un ingenio azucarero” en la región.
Luis, sin embargo, no cree que su color de piel haya sido un obstáculo o una razón que le dé un mérito mayor a su carrera. Y prefiere que su historia se cuente en función de su esfuerzo y las enseñanzas que le dieron sus papás para abrirse camino por el mundo y de cómo ha enfrentado la discriminación, en algunos momentos, riéndose de ella.
El camino entre el aeropuerto de Palmira y el municipio de Villarrica, en el Cauca, está cubierto por cultivos de caña. A un lado y otro de la carretera que lleva al Ingenio del Occidente hay puntos donde los sembrados verdes y tupidos y siempre abundantes parecieran extenderse hasta estrellarse con el horizonte.
El ingenio, de color verde, se levanta como un gigante en los campos de Villarrica. Luis Alfredo Girón camina por las oficinas administrativas saludando a cada uno de sus empleados. El ingenio les da trabajo a unas 500 personas. Luis mide casi dos metros. Es un hombre corpulento, de apariencia fuerte. Da la entrevista en su oficina y mientras reseña datos de la producción se le pierde la mirada en el área donde están las máquinas, que se ven desde su ventana. “Los ingenios se miden por la cantidad de caña que vos podes moler en un día”, dice, y regresa a los recuerdos de su infancia.
En el barrio La Estrella, de El Cerrito, cuando era niño, la mayoría de la gente trabajaba cortando caña. Todos tenían que ver con el negocio del azúcar: sus primos y los jóvenes mayores de su barrio, y casi todos los hombres, de familias afrodescendientes de la región en su mayoría, encontraban el sustento de sus casas laborando como corteros en los extensos campos que había en ese municipio y en pueblos cercanos.
El azúcar también había tocado desde siempre las entrañas de su familia. Su papá dedicó su vida a trabajar en tres ingenios. Era un hombre de ascendencia tan humilde, dice Luis, que uno de sus hermanos era reconocido en El Cerrito porque andaba siempre descalzo por el pueblo.
Cuando eran niños, el señor Leonardo trabajaba tanto que solía salir de casa a las 5 a. m., mientras Luis y sus hermanos aún dormían, y algunas veces, en el momento de su llegada, tarde por las noches, los encontraba a todos en cama de nuevo.
Su papá nunca fue cortero. Empezó como barrendero en un ingenio de la región y terminó ascendiendo hasta ser el encargado de la operación de las calderas en el Manuelita, un puesto que le permitió sacar a su familia de El Cerrito y llevarla a Palmira y educar a sus hijos. Luis terminó obteniendo su título de bachiller, con conocimientos de dibujante técnico, en un colegio del municipio. Y ese título, por pequeño que pareciera, fue la llave que empezó a abrirle puertas en el camino.
El legado del viejo Leonardo
El ingenio lleva dos años en marcha. Cada día se muelen allí entre 800 y 1.000 toneladas de caña de azúcar, y la meta de Girón es llegar a unas 2.500 diarias dentro de cinco años.
Luis toma un sorbo de agua. Tiene un iPhone 6 sobre el escritorio que siente vibrar. Mira la pantalla de reojo, pero no lo levanta. Cuenta que su papá murió hace seis años y medio y el recuerdo de su voz y sus consejos continúan marcando sus pasos: “Me decía que en el trabajo fuera siempre diciendo la verdad y que andara siempre hacia adelante”.
El viejo Leonardo, al que poco veía de niño, le dejó el mejor ejemplo que pudo en vida: mostrarle que todo era posible. “Mi papá empezó como ayudante de fábrica, barriendo, y terminó en un puesto que para la formación que tenía él, que estudió hasta tercero de bachillerato, era de un estatus muy alto”.
Del trabajo incansable de su papá aprendió que para abrirse paso más le valía esforzarse todo lo que pudiera con las herramientas que tuviera a la mano. En su caso, solo hace cuatro años obtuvo el título de Ingeniero Industrial y una especialización en gerencia de proyectos, pero la mayor parte de su carrera la desarrolló con el título de dibujante técnico que obtuvo en la escuela y algunos estudios de tecnología industrial. Con esos pergaminos modestos se unió al grupo empresarial de Armitage, en 1992, al cargo de dibujante en la Siderúrgica de Occidente, en Cali.
Por ese entonces, en la empresa se realizaban reuniones vitales para un gran proyecto de expansión. Armitage y los líderes de la compañía de la época pretendían traer una máquina desde México, para incrementar la producción, pero un puñado de ingenieros no lograba interpretar del todo los planos de la máquina que necesitaban desarmar para importarla luego a Colombia.
Él, como dibujante, tenía claro de qué se trataba el asunto. Pero prefería guardar silencio. “Entonces, don Maurice me dio la palabra: “mirá los planos”, me dijo. Yo le expliqué lo que necesitaba y contestó: mañana te vas para Bogotá porque vas a sacar la visa para México”.
Aquella fue la primera vez que se subió a un avión. Viajó junto a Armitage y dos compañeros de la empresa. En México contrataron más personal, estuvieron mes y medio y Luis fue quien lideró el equipo. “Era una máquina que cogía el acero líquido y por otro lado salían unos cubos de acero ya listos. Máquina de colada continua, se llama”, explica Girón.
Cuando regresó, Armitage le regaló un carro Mazda 323 Nx. Con el paso de los años lo nombró jefe de mantenimiento mecánico y luego, jefe de proyectos. Hace cuatro años le confió la misión de levantar el Ingenio del Occidente.
Tenía lo que se necesita
Cae la tarde de un miércoles de noviembre en el norte de Cali. Armitage está en la sala de juntas de la Siderúrgica. De su oficina acaban de salir los miembros del Sindicato de las Empresas Municipales de Cali. Se sienta en la cabecera de la mesa. Dice que en Girón ha visto una cualidad que, a su parecer, no tiene mucha gente.“Es seguro de sí mismo. A él tú le dices que vamos a poner una fábrica de cohetes y te dice que sí. Que se puede”.
Eso fue lo que vio el día en que decidió llevarlo a México, siendo apenas el joven dibujante de 22 años que acaba de entrar unos meses atrás a la empresa.
“Recuerdo que lo vi muy seguro de sí mismo –agrega Armitage–, y dije: este es el tipo. No necesitaba tanto conocimiento, porque en esa época no lo tenía tanto, sino la decisión de hacer las cosas. Era más importante eso que el conocimiento en sí, que luego lo fue adquiriendo con los años”.
Por el ascenso de Girón y de otros afros a importantes puestos en la organización empresarial de Armitage, en los pasillos de la Siderúrgica, entre los empleados de los niveles técnicos, ha hecho carrera el comentario de que “ahora hay que ser negro para poder ascender en la empresa”.
El chiste ha llegado a oídos del jefe, quien suele reírse cuando escucha lo que se dice y comenta que de Girón “como ha podido ser negro ha podido ser blanco o chino. Siempre me tuvo sin cuidado esa vaina”. Lo que le importaba eran sus talentos, y nada más. Como debe ser.
Luis Alfredo asegura que tampoco ha creído nunca que su color de piel sería un impedimento a su marcha por la vida. “Si vos me preguntás a mí, yo sí he sentido actos discriminatorios, pero nunca me han importado. ¿Me entendés? Porque no se le debe dar importancia a una persona que está pensando que vos por un color vas a ser menos que esa persona”, dice Girón, quien ha intentado responder con humor y sin darles importancia a los amagues de discriminación que algunas veces han tenido hacia él.
Hace diez años, por ejemplo, cuando ya tenía una carrera montada y en marcha en la Siderúrgica de Occidente, salió con la ropa sucia del duro trabajo del día y se fue a almorzar a casa. La unidad de viviendas donde vivía aún estaba en obras, y uno de sus vecinos lo llamó.
“Me dice, ‘ve, ayudame con las bolsas del mercado’. Yo me le quedé mirando. Él no sabía quién era yo, ni yo sabía quién era él. Supongo que pensó que yo era un trabajador de allá. Entonces, yo le subí el mercado al señor. Él me dio mil pesos y yo le dije: ‘no, tranquilo, yo no los necesito. Yo vivo aquí en la casa de al lado’. El señor se puso de mil colores y le dije que tranquilo, que no tenía ningún problema en ayudarle”, recuerda Luis.
Otra vez llegó con una nueva camioneta Toyota, a lavarla por primera vez en Cali, y el encargado del lavadero le dijo “hey, pana, que cómo le gusta a tu patrón que le laven el carro, ¿te doy factura?”, y él, como si nada, le respondió, en broma, “sí, dame factura. Y a mí me gusta que me lo lavés así y así porque el carro es mío”.
Se ríe cuando recuerda los dos episodios, y también del día en que los trabajadores de un supermercado de un barrio exclusivo de Cali que no le llevaban las bolsas del mercado al carro, como al resto de los clientes, comenzaron a llamarlo ‘doctor’ en vez de ‘pana’, como solían hacerlo, y a llevarle las bolsas, cuando se dieron cuenta del cargo que ocupaba.
Él les pidió que lo volvieran a llamar pana. Porque sabía que así como ninguna persona era más que otra por su color de piel, tampoco lo era por el puesto.
Lo hizo porque él, en el fondo, sigue siendo el mismo que se iba a recoger algodón todo el día al campo, con tal de pasar el tiempo con sus vecinos, con sus panas de El Cerrito.
ALBERTO MARIO SUÁREZ
Enviado especial de EL TIEMPO
Villarrica (Cauca)
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