José Elías Melo Acosta.
El primer punto de los acuerdos de La Habana sugestivamente plantea que el nuevo campo colombiano se va a conseguir con la Reforma Agraria Integral. Es útil analizar ese punto porque permite bosquejar la visión del país real y futuro que tienen los negociadores.
Desafortunadamente la visión que obtengo de los textos acordados, de por sí difusos y quizás calculadamente farragosos, es vetusta y anacrónica. En esencia se plantea que el origen del conflicto armado radica en el problema de la propiedad de la tierra y su concentración. Consecuente con ese diagnóstico, el acuerdo propone como solución la entrega gratuita de al menos tres millones de hectáreas a “trabajadores y trabajadoras con vocación agraria sin tierra o con tierra insuficiente”.
Este acuerdo me sugiere que la guerrilla y probablemente su contraparte no perciben la profunda transformación que ha tenido nuestra sociedad durante los años del conflicto. La proporción de la población colombiana que vive en el campo ha disminuido drásticamente: según cifras del Banco Mundial, en 1960 la población urbana colombiana, que representaba 45% del total, en 2015 alcanzó 76,4%. Alguien podría decir que es consecuencia del conflicto armado, pero no es así. Es un fenómeno universal. La China, comunista todo el tiempo, pasó de 16,2% a 55%. Brasil y Argentina, países latinoamericanos con gran éxito en el crecimiento de la producción agropecuaria, aumentaron de 46,1% y 73,6% a 85,6% y 91,7%, respectivamente, entre 1960 y 2015. Cuba, con los Castro dirigiéndola, subió de 58% a 77%. Por lo tanto, nuestro proceso es similar al de los demás países y seguro se aumentará en los próximos años en Colombia, lo cual varía sustancialmente el problema de la propiedad rural.
Las motivaciones de esos cambios drásticos de la población son amplias y no corresponden únicamente a los cambios en los gustos de las personas. En efecto, la estructura de productividad de las economías es hoy en día muy diferente a la que existía en los 60. Cuando nacieron las Farc no había internet, ni celulares, ni computación en la nube. Hoy la potencia de la información, la globalización de los factores y la apertura de los mercados hacen que el acceso a la tierra no sea la punta de lanza del crecimiento económico ni del desarrollo social. Los cambios tecnológicos acelerados generan volatilidad en el uso de los factores, de modo que el crecimiento se soporte en innovaciones cada vez más frecuentes.
La propuesta que tiene el acuerdo de llevar una población de “trabajadores y trabajadoras” a colonizar el campo y ser propietarios de parcelas remotas me transporta a los sueños socialistas del siglo XIX, que son extraños al pensamiento y expectativas del colombiano actual. Los jóvenes urbanos de hoy en día, que quieren la paz, no entienden mucho de esa clase de sueños, pues en la actualidad valoran mucho más la velocidad del procesador de su celular o su tableta que la posibilidad de ser dueños de un “terruño” (salvo que viniera con piscina).
Pero lo que está en juego con el pacto agrario no se limita a una diferencia de sueños entre lo que espera el país y el pensamiento de los negociadores. Me preocupa que los acuerdos logrados van a tener implicaciones serias que pueden llevar a posponer o inclusive a comprometer la posibilidad de poner en marcha una verdadera política de productividad del campo colombiano. Siento que el énfasis de los acuerdos en desconcentrar la propiedad rural, asignar tres millones de hectáreas, definir la verdadera “vocación” de la tierra y resolver los problemas de titulación ponen al país en un sitio muy distante de los verdaderos retos del sector rural. Mientras tanto, los demás países se han preocupado por lo que es relevante –el incremento de la producción agropecuaria– y han logrado cosas extraordinarias; basta con ver lo realizado por China, India y Brasil en los años recientes.
Ejemplo de ese desbalance de objetivos son las tres millones de hectáreas que van a regalar. Según los datos que arroja el último censo nacional agropecuario, en el país existen apenas 8,6 millones de hectáreas dedicadas a cultivos. Más de 34 millones de hectáreas están dedicadas a pastos para sustentar el hato ganadero. En ese escenario, para el país es muchísimo más importante elevar la producción agropecuaria, aumentar y proteger la inversión privada en el sector y dar seguridad (tranquilidad) jurídica a quien expone el dinero para producir alimentos, que desgastar el esfuerzo institucional en los objetivos que contiene el primer punto del acuerdo. Si las prioridades no son las correctas, el futuro del campo colombiano y del desarrollo del país queda gravemente comprometido. Y los demás países continuarán sacándonos ventaja.
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