Las autoras de '¿Dónde queda el primer mundo?' exploran el orden internacional que se está formando.
Un país-potencia (alguna vez un imperio) atravesado por tensiones nacionalistas y desigualdad abandona la Unión Europea y amenaza con el colapso a todo un continente. Cruzando el océano, en el Tercer Mundo, un gobierno firma un acuerdo de paz con la guerrilla para terminar un conflicto armado de más de 50 años. En el país más poderoso de la Tierra, el año pasado hubo casi un muerto al día en tiroteos masivos de civiles, y el racismo parece fuera de control.
En contraste, el continente que es sinónimo de hambre, violencia y autoritarismo muestra uno de los éxitos económicos más importantes de la última década y se vuelve tierra prometida para los inversionistas. Los países económica y militarmente más exitosos se desploman en los escalafones de bienestar de la población y calidad de vida.
No hace falta agregar nombres propios para dibujar el fenómeno: en todo el planeta, los países-paraíso que conocíamos (los desarrollados, los que están al norte del Ecuador) terminaron pareciéndose en muchos aspectos a la periferia. Al mismo tiempo, en regiones consideradas tradicionalmente atrasadas surgen países o ciudades que desafían todos los indicadores (hay ejemplos en Bolivia, Namibia y Nigeria).
Y en las cercanías del mundo desarrollado, otras naciones se afianzan en el camino que tomaron hace décadas: crecimiento sostenido y estabilidad institucional con mirada de largo plazo (Australia, Canadá y los países nórdicos, por ejemplo).
Mientras el Tercer Mundo se globaliza, un profesional de clase media de Bogotá tiene más que ver con un par de Sídney o Tokio que con los más pobres de su misma ciudad. Y la desigualdad se convierte en el mal que acecha transversalmente a la humanidad. Cada vez hay ricos más ricos y pobres más pobres.
Nuestro libro '¿Dónde queda el Primer Mundo?' parte de una constatación: las coordenadas que definían el planeta que conocimos hasta hace pocas décadas –desarrollo y subdesarrollo, Primer Mundo y Tercer Mundo, derecha e izquierda– se mueven en direcciones confusas y explican cada vez menos. Entonces, nos preguntamos qué es hoy un país desarrollado. Y trazamos una hoja de ruta que empezó en el concepto de Primer Mundo. Desde que se empezó a usar, en el apogeo de la Guerra Fría, ese mundo ideal tuvo diversos referentes y variables precisas para ser medido, como la riqueza, la industrialización y la modernidad. Hoy, cuando se piensa en desarrollo, ya no se habla de esas variables, sino básicamente de bienestar.
Contra el reinado del PIB como medida concreta para apreciar la salud de una economía, otros indicadores resaltan más cuestiones importantes: la calidad de los servicios públicos, la transparencia de los gobiernos, el capital educativo, las posibilidades de participación política, la igualdad de género, la distribución de ingresos y recursos, el cuidado del medioambiente y hasta la sensación de felicidad.
También se está transformando el modo en que los países construyen poder en el escenario global. Si bien la potencia en lo militar y lo económico sigue siendo clave para sentarse a la mesa de los que diseñan el mundo, esta mesa se ensanchó y hoy hay otros recursos que permiten ganarse el derecho a una silla. Las naciones medianas se hacen un lugar en el diálogo global a fuerza de instituciones estables, innovación y políticas públicas progresistas. Hoy, organizar un campeonato deportivo internacional, recibir refugiados, promover el intercambio de estudiantes, generar tendencias culturales u organizar una cumbre de presidentes puede instalar a un país en la opinión pública global.
En este escenario, ¿qué tienen en común los países donde hoy ‘se vive bien’? Son lugares donde la vida cotidiana se simplifica con servicios públicos eficaces y confiables; donde la certidumbre sobre el futuro permite proyectar; donde el respeto a ciertas reglas y el cuidado de los bienes comunes mantienen las disputas políticas bajo control y dan estabilidad a las instituciones; donde la brecha entre ricos y pobres es pequeña; donde el respeto a derechos como la diversidad y la libertad de expresión está asegurado; donde el sistema político dificulta la corrupción y la castiga.
En el orden geopolítico que se está formando, ya no se necesita estar sentado sobre recursos naturales o armas nucleares, ni tener un territorio enorme o una población numerosa. Pragmatismo, equidad, cohesión social, planeación de largo plazo, educación y salud como bienes esenciales, respeto a las minorías y cuidado de los bienes comunes parecen ser los activos que más rápido convierten un territorio en lo más parecido a un paraíso.
Aquí, tres fragmentos de '¿Dónde queda el Primer Mundo?' que recorren la experiencia de países que, con modelos distintos, están atravesados por el éxito: Noruega, Finlandia, Australia y Corea del Sur.
Noruega y Finlandia, paraísos cerrados
Diis Bohn, responsable de relaciones internacionales de la Confederación Nacional de Trabajadores de Noruega, no cree que en otro lugar se viva mejor que en su país. “Aquí tenemos una totalidad: el lugar del Estado, la participación de la mujer en la economía, y salud y educación de calidad para todos”, dice. Para él, la base del éxito está en la cultura de un pueblo protestante cuyo principal mandato es trabajar duro para merecer las cosas. La explicación podría estar también en el modelo que construyeron empleadores y sindicatos, basado en el consenso, el respeto y la confianza. (...) Vecinos de Suecia y de su enfoque socialdemócrata sobre la obligación de dar amparo a los necesitados de asilo, ni Noruega ni Finlandia se destacan por su apertura, ni siquiera en estos momentos de crisis en los que cientos de miles de refugiados no consiguen ser recibidos en Europa. En ambos países hay necesidad de habitantes porque tienen poblaciones pequeñas y envejecidas, territorios amplios y urgencia de fondos para el Estado de bienestar. No obstante, se trata a la vez de comunidades cerradas y tradicionales, reacias a recibir inmigración en masa.
Australia, el Primer Mundo del sur
Desde la cubierta del ferri que en media hora lleva de Sídney a un paraíso del 'surf', con el imponente edificio de la Opera House a un lado, y al otro un paisaje de colinas que terminan en un mar azul surcado de veleros, no se puede sino coincidir con los nativos de esta isla: Australia es un país afortunado. A la geografía y el clima privilegiados, a los recursos naturales y la ubicación geográfica en la puerta de Asia, a este Primer Mundo del sur se le agregan una dosis de pragmatismo y mirada estratégica y una conciencia de las posibilidades y limitaciones del país.
Qué podemos hacer con esto que somos, parecen haberse preguntado desde que los primeros británicos pusieron pie en el fin del mundo, en 1788. Y la pregunta los llevó, en sus cortos años de historia (Australia existe como tal desde 1901), a ser “innovadores” y valorar la “diversidad cultural” antes de que esos fueran mandatos globales, y a ofrecer a Asia sus recursos naturales antes de que el continente se convirtiera en una gigantesca contraparte para los negocios. (...) Es una nación que puede tener cuatro primeros ministros en dos años, con disputas políticas encarnizadas, pero en la que ninguna de estas turbulencias afecta demasiado la vida cotidiana ni la planificación estratégica.
“Australia es una nación top 20. Sabemos que no somos una superpotencia global: tenemos 23 millones de habitantes, o sea que no podemos tener una economía que supere la de Indonesia o India, que siempre serán más grandes. Sin embargo, podemos ser un país que se mantenga entre los 20 más desarrollados del mundo en todos los aspectos: calidad de vida, servicios públicos, sostenibilidad de nuestras industrias, cuidado del medioambiente. Un país del que valga la pena ser ciudadano”, sintetiza Drew Dainer, responsable de la sección Suramérica en la Cancillería.
Australia se presenta como un país joven y vibrante, que mira al futuro, en el que se formaron 12 premios Nobel, responsable del 3 por ciento de las investigaciones del mundo, con menos del 0,5 por ciento de la población global. La nación en la que se desarrollaron el marcapasos, el ultrasonido, la vacuna contra el cáncer cervical, la tecnología de los Google Maps y del wifi, y la caja negra de los aviones (...). Un país de pioneros que, en su relato histórico, domaron un paisaje salvaje y lo volvieron habitable en sus costas.
El gran salto adelante de Corea del Sur
En 1965, el PIB per cápita de Corea del Sur era menor al de Ghana y aun menor que el de Corea del Norte. Hacia 1985, todavía los baños de las escuelas eran hoyos y los mejores edificios, réplicas de los de Europa del este. Hoy, los rascacielos y las autopistas de Seúl quitan el aire. Corea del Sur no solo exporta celulares, tabletas y automóviles, sino cultura. A diferencia de los imperios, este país conoce de primera mano qué es ser del Tercer Mundo. Y es por eso que décadas atrás invirtió en internet para todo el mundo y en la producción de todas esas cosas. Corea del Sur ya consiguió convertirse en una marca que circula por el imaginario colectivo de los consumidores.
Por lo que hoy puede verse en las tres ciudades más importantes del país (Seúl, Daegu y Busán), hay mucho dinero, estrategia y energía puestos al servicio de dotar al país de más desarrollo y visibilidad de lo que ya tiene.
Hoy, Corea del Sur se ve como un lugar del futuro: metros y trenes bala con wifi para que la gente lea su diario o trabaje mientras viaja; líneas de monorriel –trenes que van por arriba de todo y parecen de ciencia ficción– para descomprimir el tránsito infernal sin abundar en autopistas; fuerte tendencia al cuidado del agua y la naturaleza, y edificios altísimos que albergan las compañías más importantes. En últimas, un universo de finanzas, comercio e industrias en la misma región en la que China avanza hacia el primer lugar de la economía mundial.
RAQUEL SAN MARTÍN Y HINDE POMERANIEC*
LA NACIÓN (Argentina) - GDA