A medida que el kirchnerismo avanza en su proyecto intervencionista y autoritario, la lealtad incondicional tiende a reemplazar a la idoneidad
Uno de los fenómenos más notables de esta etapa final del kirchnerismo es la manifiesta impericia en el manejo de la economía. Decisiones clave para el futuro de la Argentina han quedado en manos de individuos con mínima preparación y experiencia. La política económica del Gobierno no es más que una combinación de improvisación y voluntarismo que no sólo ha impuesto un enorme costo a la sociedad, sino que también ha proyectado una lastimosa imagen del país en el exterior. Pero además encierra un riesgo aún mayor: la degradación creciente de las libertades individuales de los argentinos.
La democracia argentina ha degenerado una vez mas en kakistocracia, es decir, el gobierno de los peores. Según Aristóteles, la demagogia era la degeneración de la democracia, y la oligarquía, la degeneración de la aristocracia. La concepción aristotélica de las formas de gobierno no incluía la kakistocracia, que también es oligárquica, ya que concentra el poder en unos pocos.
La kakistocracia o gobierno de los peores ha sido definida como un estado de degeneración de las relaciones humanas en que la organización gubernativa está controlada y dirigida por gobernantes que ofrecen una gama que se extiende desde los ignorantes hasta los inescrupulosos. También se la ha caracterizado por la tendencia a la mediocridad en la función pública, donde se aparta a los mejores y se aplaude a los peores.
Esta degeneración no es un fenómeno político exclusivamente argentino ni de estos tiempos. De hecho, el término fue utilizado por primera vez en Inglaterra, a principios del siglo XIX. En 1944, el premio Nobel de Economía Friedrich Hayek publicó un libro titulado El camino de servidumbre, que dedicó a los socialistas "de todos los partidos". Allí, este pensador austríaco advirtió que la libertad es indivisible y que la pérdida de la libertad económica lleva inexorablemente a la pérdida de la libertad política. Otro mensaje importante de esta obra es que la concentración del poder es la principal amenaza a la libertad individual. Un sistema donde funciona libremente la competencia tiende a distribuir el poder, mientras que uno basado en la planificación y el control estatal de la economía tiende a concentrarlo, por lo cual inevitablemente degenera en el autoritarismo y la corrupción. Es decir, la servidumbre.
Como bien explica Hayek, si un líder democrático se propone planificar la vida económica de una sociedad, pronto enfrenta una disyuntiva: asumir poderes dictatoriales o abandonar sus planes. Si opta por la primera alternativa, es decir, el colectivismo, atraerá a su seno a los individuos más inescrupulosos y menos respetuosos de los derechos de los demás. Es decir, a aquellos que prefieren utilizar la autoridad en vez de la persuasión, la fuerza en vez de la cooperación y la arbitrariedad por sobre las reglas de juego imparciales y la ley. Es decir, la kakistocracia. Es una utopía pensar que bajo la alternativa colectivista una sociedad pueda ser gobernada por un grupo de idealistas interesados únicamente en promover el bienestar general. Si alguna vez se incorporan al gobierno, los idealistas son rápidamente desplazados o cooptados. Como decía lord Acton hace más de un siglo: el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente. Como han demostrado numerosos experimentos de psicología social, el "sistema" puede hacer que gente "buena" sea corrompida por el poder.
Estas reflexiones son especialmente relevantes en la Argentina actual. El Gobierno propone una versión maniquea de la realidad, en la que unos "buenos" (el kirchnerismo y sus aliados) combaten contra los "malos" (ahora llamados "buitres", tanto internos como externos). Esta contraposición del "nosotros" y el "ellos" es, según Hayek, siempre utilizada por aquellos que buscan no sólo el apoyo a sus políticas, sino también la adhesión incondicional de las masas. Esto mismo ya lo había explicado mucho antes Gustave Le Bon en su manual de psicología de masas, del que tomaron enseñanzas Hitler, Mussolini y Perón.
El desprecio del gobierno nacional por la libertad de expresión, las instituciones y la independencia de la Justicia, su política comercial arbitraria, su política diplomática conflictiva e inconducente y su dependencia de un clientelismo voraz son antitéticos con el diálogo y la búsqueda de consensos que requiere una democracia que se precie de progresista y moderna. Como los individuos más capaces y preparados no comparten esta manera de gestionar la cosa pública, a medida que avanza en su proyecto autoritario el kirchnerismo sólo consigue reclutar a aquellos con menor preparación y principios pero con ciega ambición. Así, la idoneidad tiende a ser reemplazada por la lealtad incondicional.
La presidenta Cristina Fernández de Kirchner tiene un coro de aduladores, liderado por el jefe de Gabinete, que festejan fervorosamente todos sus discursos y todas sus decisiones, incluso cuando son contradictorias. Pueden aplaudir tanto el anuncio de pagar a los acreedores externos como el de no pagarles. Su líder les resulta infalible. No puede cuestionársele nada públicamente, ya que eso implicaría darle ventaja al "enemigo". Se trata de características más propias de un gobierno surgido de una pesadilla orwelliana que de una democracia moderna republicana.
La cuestión de fondo es que la kakistocracia argentina actual ha dependido críticamente de su capacidad de mantener una fiesta de consumo que hipoteca el futuro de la economía argentina. Si esa fiesta se acaba, como está sucediendo desde hace más de un año, el poder de la fracción gobernante se debilita. Es así como surge la tentación de emplear el aparato estatal para coartar libertades individuales. Éste fue justamente el peligro que advirtió Juan Bautista Alberdi: la omnipotencia del Estado es la negación de la libertad individual.
En estas circunstancias, no podemos esperar ser gobernados por los mejores, sino por los más mediocres. Y un país gobernado por mediocres nunca podrá ser exitoso. El resultado inevitable será la profundización de una decadencia que ya lleva varias décadas. Y en el peor de los escenarios, la degradación de la democracia que pudimos conseguir en 1983..
Fuente: http://www.lanacion.com.ar/
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