miércoles, 11 de mayo de 2016

“Me niego a arrodillarme”: coronel Hernán Mejía



Testimonio desesperado de un alto militar quien desde la cárcel acusa movidas turbias que comprometen a Santos y Sergio Jaramillo a quienes califica de traidores




Al Coronel Hernán Mejía, no le dieron permiso de salir de su prisión militar para presentar en la Feria del libro su testimonio: Me niego a arrodillarme, con prólogo de Plinio Apuleyo Mendoza y editado por Oveja Negra. Allí comenzó la polémica que llevó a que el libro se agotara en su primera edición.

El coronel del Ejército, condenado a 19 años de cárcel por ejecuciones extrajudiciales (falsos positivos) y nexos con los paramilitares cuando estaba al frente del batallón La Popa, en Valledupar, en 2007 no pudo darle la cara a sus lectores que lo esperaban, así que no tuvo más opción que grabar en prisión un corto video que se proyectó en el evento.

Son muchos los que piensan, con el Presidente Uribe a la cabeza y Plinio Apuleyo, que detrás de esta condena hubo una injusticia, tesis que defiende el autor quien describe complicadas situaciones dentro del alto militar con las que logra conmover y sembrar inquietudes y dudas.

El libro tiene la forma de una carta testimonial en el que el coronel se dirige a su padre –quien también fue militar– para narrarle que nunca deshonró al Ejército y que su penosa historia (“De héroe a villano”) es realmente una tragedia de vida en la que él es la víctima de dos poderosos personajes “Judas” de la vida nacional: el hoy presidente Juan Manuel Santos, y su mano derecha en el Ministerio de Defensa, Sergio Jaramillo, hoy alto Comisionado de Paz.

Este es el capítulo XI del libro, en el que Mejía narra sus encuentros y desencuentros con Santos y Jaramillo en 2007, cuando su vida de destacado militar tocó fin y pasó a ser un presidiario condenado por decenas de crímenes:

LA GRAN TRAICIÓN. ¿QUIÉN ES EL ENEMIGO
DE LOS SOLDADOS?

Nunca sabréis quienes son vuestros
Amigos hasta que caigáis en
la desgracia.
Napoleón

Es agotador, porque se enrabia la sangre y se enceguecen de tristeza las pupilas. Se arruga el alma, al escribir sobre la traición y sus implicaciones para un pueblo. Desde Judas que entregó por unas monedas a Jesús, quien lo contaba entre sus discípulos preferidos, hasta los integrantes del actual gobierno colombiano, que eran los más cercanos en el mandato de Álvaro Uribe Vélez, y le voltearon la espalda en el instante mismo de asumir el poder de la Nación. Pasaron dos mil años entre este par de monumentos a la deslealtad y ocurrieron muchas traiciones mortales que afearon el rumbo de la historia. Definitivamente las personas no cambian, simplemente fingen que lo hacen para lograr sus propósitos.

No encuentro cómo dejar plasmado lo que repite muchas veces la historia en sus pasajes, y es que las ratas abominables que se volvieron contra sus otrora benefactores, no merecieron jamás por parte de la sociedad indulto ni clemencia. Sin embargo, esos seres mezquinos aparecen frecuentemente como protagonistas del transcurrir humano. He apreciado en las sagradas escrituras que Jesús perdonó muchos pecados de muchos seres, pero es evidente que Judas se ahorcó el mismo día que vendió a su líder y las monedas cayeron bajo los pies cuando el cuerpo se balanceaba en un árbol. La traición no tiene perdón de Dios.

Cada noticia de lo que ocurre hoy en mi nación es la recriminación cruda por no haber seguido los consejos de mis viejos. Cuán equivocado estaba en la construcción del edificio de mi vida. Aún no puedo explicarles a mis pequeños hijos que su padre fue un soldado que los abandonó para entregarlo todo en una misión ingrata por la patria.

No he sido capaz de explicarles a mis hombres por qué, sin haber sido vencido jamás en los campos de batalla, sin haber fallado como líder en los más cruentos combates contra los terroristas por el bien de un país, sin haber tenido un solo segundo de conducta ilícita; he sido aniquilado por el Estado que defendí. Ese Estado que se alió hoy con los más sanguinarios delincuentes, movido por extrañas fuerzas políticas formando un diabólico dúo, destrozó la dignidad, el honor y la esperanza de la República, y con ello mató en vida a los mejores soldados y sus familias.

Eran más de tres décadas en las filas castrenses cuando inició este infernal episodio que ha roto en mil pedazos mi alma. Es muy angustioso descubrir que por tanto tiempo me utilizaron y me engañaron como a muchos de los soldados, y que los altos dignatarios del poder político y judicial son más corruptos, más cobardes, más traicioneros y más criminales que todos los terroristas juntos.

Precisamente hoy, mientras escribo estas líneas, aparecen en los medios las encuestas sobre la credibilidad de la sociedad en las instituciones. El Ejército es la más querida y confiable de todas, por encima del ochenta por ciento. Las peores, las más rechazadas por su evidente corrupción y traición a los compatriotas son el Congreso Nacional, la Justicia y la Guerrilla.

Entonces, cómo asimilar que esos repudiados por corruptos y marcados con el sello de la desconfianza de la Nación, tengan prisioneros injustamente a los más queridos por un pueblo.

Esa es una leve muestra de que en Colombia no importa lo que sienten los ciudadanos cuando el poder lo ostentan los mismos sin escrúpulos desde hace dos siglos.

Era enero y despegaba el 2007, llevaba más de siete meses sin ver a mi esposa, a mi madre y mis hijos. La última navidad la había pasado muy lejos. Era el comandante de una emblemática Brigada de combate terrestre que estaba incrustada en otro mundo, en las selvas amazónicas. Lideraba allí tres mil hombres que sacrificaban diariamente su vida en la guerra contrainsurgente, para salvar la de millones de compatriotas que ni siquiera se enterarían de su existencia y de su heroico sacrificio. Mientras tanto en la capital, en el propio Ministerio de la Defensa, ya se tramaba, ya se cocinaba la última parte de la brutal traición contra el Ejército.

Era martes en la noche. Recién llegaba al puesto de mando de mi brigada en Santana, Putumayo, ubicado dentro de la jungla exótica y silenciosa, pero muy estratégicamente diseñado para controlar y apoyar las operaciones militares en la región. Venía cansado de supervigilar las maniobras de mi poderosa Unidad en la frontera sur del país; estuve varios días motivando a mis hombres para el cumplimiento de la ardua misión. Bajé del helicóptero y recibí la información de mi inmediato subalterno, el coronel Alfonso Murillo, jefe del Estado Mayor de la Unidad Operativa Menor.

El coronel algo preocupado se me presentó y en una sola frase selló el futuro de su comandante. Debía comunicarme inmediatamente con el comandante del Ejército.

Creí en ese momento, como soldado, haber considerado mentalmente todas las posibilidades de por qué me llamaba ese día y a esa hora, el comandante de mi Ejército, pero estaba equivocado y la incertidumbre se agigantó cuando telefónicamente sin más palabras me dijo que me presentara en la sede del Comando del Ejército, en la capital, a primera hora del día siguiente. Le informé, con la cortesía acostumbrada, que no tenía disponible ningún medio de transporte que me permitiera cumplir tal orden, ante lo cual me dijo que enviaría de inmediato el avión asignado a él, y así sucedió.

Ese detalle fue peor para mi presionada imaginación. Lo sentí como una puntilla en mi cerebro. No tenía ni idea para qué era requerida en esa forma tan urgente mi presentación ante el alto mando. Lo más acertado que me permitía deducir era que se trataba de aspectos operacionales secretos sobre las maniobras contra el secretariado de las Farc en la frontera sur del país.

A las siete de la mañana del miércoles, estaba yo perfectamente uniformado en el imponente despacho del comandante del Ejército, general Mario Montoya Uribe. Luego de hacer mi presentación marcial ante el comandante de la Fuerza, me hizo seguir a su despacho. Nadie más se encontraba allí, lo que me desconcertó. No me preguntó por las operaciones, no me preguntó por mi Unidad Militar, solamente dijo:

–Hernán Mejía Gutiérrez, usted a partir del momento está relevado del mando de su brigada, del comando de las tropas especiales y de la dirección de todas las operaciones militares. No sé aún que pasó, pero según el ministro de Defensa Juan Manuel Santos, viene un escándalo de proporciones internacionales y usted hace parte de él.

Fue un mazazo sobre mi cabeza, era como si un mundo enloquecido girara en mi mente a mil kilómetros por hora. No podía asimilar aún la frase de mi comandante. Solo atiné a decir:

–Mi general, ¿cuál escándalo?, ¿de qué se trata esto? Yo soy un soldado limpio, yo no he actuado mal jamás.

El comandante de la Fuerza respondió sin mirarme:

–Mire, Hernán Mejía, vaya descanse con su familia estos días y se presenta aquí el lunes para asignarle un nuevo cargo.

Le respondí conmocionado si debía ir a entregarle la brigada a mi reemplazo como era lo legal y reglamentario. Me contestó que no era necesario, que todo ya estaba hecho. Eso me dolió más, me retorcía de rabia e indefensión. Me dijo que agradeciera que él había intercedido, porque la orden del ministro Juan Manuel Santos Calderón era echarme de la institución.

Es una triste pero comprobada verdad que muchos de los generales de hoy, como los políticos desde siempre, aprendieron a decir palabras perfectamente convincentes pero difíciles de creer. También los subalternos hoy tienen perfectamente claro que sus jefes muchas veces no son sinceros y por tanto indignos de la confianza de sus hombres.

Noté claramente que el comandante del Ejército tenía algo más al respecto, que no me había dicho toda la verdad. Salí del despacho nublado, sin entender nada, estaba en el máximo grado de aturdimiento posible. No supe con quién hablar, debía ir a casa, contarle a mi familia lo ocurrido, pero ¿qué era lo ocurrido? Tampoco tenía respuesta. Pasaron horas, siglos, mientras buscaba organizar las ideas. De todas formas, no lo pude hacer, le faltaban muchas piezas al rompecabezas.

La noche de ese miércoles fue un infierno. Sentí más presión que en los momentos del último atentado en mi contra, cuando los terroristas atacaron con explosivos el vehículo en que me desplazaba por la Sierra Nevada y volé medio muerto o medio vivo por los aires, venciendo la gravedad herida y rasgando el viento con mi sangre.

Esta sensación era mucho peor. A mi mente concurrían locuras y fantasmas. ¿Qué fue lo que hice tan grave?, ¿cuál era la causa de todo ese laberinto? Pasarían varios años de tragedia, de infamia y soledad en prisión para entenderlo.

Muy temprano, el jueves veinticinco de enero de 2007, salí con mi familia para la sede del Club Militar “Las Mercedes”, en Melgar, una población cálida, distante cien kilómetros de la capital en la vía hacia el sur, en el departamento del Tolima.

Muy cerca de ese Club de oficiales, a menos de cinco minutos en carro, se encuentra el gran fuerte de Tolemaida. Es el centro de entrenamiento militar más completo de la Nación, la catedral de los mejores guerreros de América. Allí funcionan la Escuela de Lanceros, la Escuela de Paracaidismo de Combate, la Brigada de Helicópteros y, antes, los famosos batallones aerotransportados Colombia, Bogotá y Rifles.

El prestigio de Tolemaida es legendario por su rigor en la preparación de las Unidades élite y porque desde allá egresan los mejores combatientes del mundo.

Mi cerebro funcionaba al máximo de revoluciones cuando pasamos frente de la guardia imponente del fuerte Tolemaida. Mientras conducía la pequeña camioneta, trataba de distraer y hacer sentir bien a mis niños, contándoles cuántas veces hice parte como alumno y como instructor en aquella guarnición. Ellos aún no conocían la situación y no tenía por qué amargarles el mágico momento. Además, yo tampoco tenía una idea nítida del asunto. Quería encontrar respuestas en mi cabeza.

Lo que sí tenía bien claro, y eso me tranquilizaba, era que mi conciencia estaba limpia, que nunca había actuado mal.

Llegamos a la sede campestre del club, me instalé con mi esposa e hijos en una espaciosa y fresca cabaña. Llevaba casi un año sin verlos y una eternidad sin compartir con ellos unos días. Le di gracias a Dios por aquellos momentos, pero seguía pensando en el porqué de todo.

Transcurrió el jueves en plena alegría. Era como si estuviera recuperando mil años perdidos de mi hogar; a veces estuve distante, escudriñando en el firmamento qué era lo que acontecía conmigo, y qué pasaría después, pero unas sonrisas y el abrazo cálido y simultáneo de mis tres hijitos me regresaban felizmente a tierra.

Viernes. No eran aún las siete de la mañana. Estaba tratando de jugar tenis con mi hijo mayor; nunca supiste padre que son tres mis retoños, esos nietos que no conociste. El mayorcito tenía entonces siete años y los mellizos cinco años. Les hablo mucho de mis antepasados, les cuento de la gran lucha que diste viejo por la vida, de tu recia manera de existir, de esos inquebrantables principios innegociables, de su pulcra manera de vestir, muchas veces de lino blanco, de la lección tan valerosa en los últimos momentos de tu existir. Les mostré en algunas ocasiones la carta que me dejaste con esa letra palma impecable y les digo cuánto te admiré, cuánto te respeto y cuánto te he necesitado.

Estaba en la cancha de polvo de ladrillo y a esa hora, recibo una llamada al teléfono móvil; era el general Montoya Uribe, el comandante del Ejército:

–Hola, Hernán Mejía. ¿Qué hace?, ¿dónde está?

Inmediatamente repliqué:

–Descansando con mi familia, mi general. Estoy en el club militar de “Las Mercedes”.

Esa respuesta, inexplicablemente para mí, descompuso al general comandante del Ejército. Cambió radicalmente el tono de voz:

– ¿Qué hace allá, Mejía? No la vaya a embarrar. Mire que podemos manejar las cosas, no se le ocurra hacer una locura.

Ahí, menos entendí la situación; quedé perdido, no sabía qué palabra pronunciar. Antes de que me repusiera, el general Montoya gritó:

–Ya envío un helicóptero y se regresa inmediatamente a la capital.

–Como ordene, mi general.

En pocos minutos mi familia me vio partir de nuevo. Esposa e hijos se quedaron solos, sin explicación, sin abrazo. Debieron suspender violentamente ese lapso de vida y de sonrisa, arreglaron las cuentas en el club, empacaron incluso mi ropa y regresaron llenos de intranquilidad unas horas después. Yo fui transportado al aeropuerto militar de la capital, y luego al Comando de la Fuerza donde me esperaba el general, el comandante de mi Ejército. Eran casi las diez de la mañana.

Ese viernes veintiséis de enero de 2007 fue lento. Ya habían ocurrido muchas cosas y eran hasta ahora las diez de la mañana. En el despacho del comandante de mi Ejército el ambiente estaba enrarecido, o por lo menos así lo percibí. El general sin mirarme a los ojos me dijo:

–Hernán Mejía, ¿está tranquilo?

Le dije:

–No. Cuénteme, mi general, qué es lo que pasa.

Ahora sí me miró. No encontraba palabras; no sé hoy si era capacidad histriónica o realmente le dolía. Se mostraba abatido, y atinó a decir con voz muy baja:

–Hernán, en pocos minutos el ministro Santos saldrá en una rueda de prensa con los medios de comunicación desde el Club militar de “Las Mercedes”. Todo lo que hablará será contra usted, le hará públicamente acusaciones terribles.

Luego agregó:

–Dejemos que todo se enfríe y lo manejaremos, Mejía. Usted sabe que en este país rápidamente un escándalo tapa el otro. Vaya descanse sin salir de la ciudad, por si lo necesito.

Fui educado para ser fuerte, pero jamás estuve preparado para esos instantes, y creo que nadie lo está. La sensación es horrible. Fue como si mi cerebro y mi corazón se enfrentaran a un choque descomunal que requería de toda su capacidad de respuesta o explotarían en mil pedazos.

En ese instante solo me quedó claro que era un plan siniestro. Que cuando el general de mi Ejército se entera de que estoy en el club militar de “Las Mercedes”, se desconcierta y siente que yo he descubierto la patraña. Se imagina que reaccionaré allí mismo porque el ministro Santos Calderón y yo coincidiríamos en el mismo lugar; porque ignorando todo, estaba con mi familia en el cadalso que en secreto me habían preparado.

He cavilado mucho, si tal vez fue mejor así. Creo que Dios evitó que esta historia hubiera cambiado radicalmente en aquel día de deshonor.

Llegué desolado a la casa. Mi pequeña familia había arribado pocos minutos antes. No alcancé a prepararlos, no era capaz de organizar mis ideas, no asimilaba cómo estaba ocurriendo esa catástrofe. Eran las once y cincuenta minutos de la mañana de ese mismo viernes veintiséis de enero de 2007 que duró mil años; en todos los canales nacionales el flash informativo: “El ministro de la Defensa Juan Manuel Santos Calderón hace graves denuncias contra un alto oficial del Ejército desde la sede del Club militar de “Las Mercedes” (…). Ese oficial de grado coronel es Hernán Mejía Gutiérrez, quien se desempeñaba hasta hace pocos días como comandante de las Unidades élite de Combate anti Subversivo en el sur del país”.

En ese momento, la institucionalidad que siempre defendí me asesinó brutalmente. Cada palabra en los medios era una estocada en mi corazón de soldado; el arma homicida esgrimida por Juan Manuel Santos fue la prensa, y esta se prestó gustosa para el crimen.

Meses después, varios periodistas conocidos que estuvieron allí, me relataron cómo los habían convocado a Tolemaida con mentiras sobre la compra de helicópteros; y ante la negativa a asistir, les anunciaron que saldría una bomba. Me describieron estos comunicadores, cómo el viceministro Sergio Jaramillo Caro repartía entre ellos un panfleto con atroces falsedades incriminándome en hechos que jamás cometí.

Puedo aseverar que la educación recibida en el seno de mi hogar fue estricta. Se basaba en los principios intransables de la moral, la fidelidad de sentimientos y la decencia. Aquellos preceptos no negociables que se heredan del hogar y que no pueden aprenderse en las escuelas y universidades.

En el Ejército y en los cursos de combate me entrenaron para las inclemencias de la guerra; pero que alguien me diga cómo se prepara uno para esta maldad. Cómo se hace para dar el primer paso, luego de ser decapitado a mansalva por el ministro de la Defensa en un espectáculo transmitido en directo. Díganme la forma de encontrar las mejores palabras, libres de rencor, pero llenas de sentido, para mirar a los ojos a mis pequeños hijos que estaban estupefactos y derrumbados, y explicarles que todo era

un error que pronto se aclararía, y que su papá no era el monstruo que el ministro Santos Calderón acababa de describir.

Luego, casi en minutos, debí correr hasta la clínica “Reina Sofía”, no muy lejos de mi casa, porque mi madre, tu esposa, viejo, tu compañera de la vida, mi linda vieja, había sufrido un paro cardiorrespiratorio ante la noticia del ministro Juan Manuel Santos y se encontraba en una sala de reanimación. Allí debía tratar de explicarles a propios y extraños lo que yo mismo aún no entendía. No sé todavía cómo sobreviví en aquel día. Mi Dios nuevamente estuvo ahí, silencioso, aterrado también, observando la prueba.

Regresé ya entrada la noche. Venia caminando en medio de una horrible sensación de abatimiento. Me esperaban en la puerta de la casa los dos soldados y el suboficial de mi seguridad. Fue otro sorbo amargo para rematar el día, como si no hubiera sido suficiente. El nuevo comandante de la Brigada, mi reemplazo, mi subalterno, el coronel Rigoberto Martín, ordenaba quitarme inmediatamente el esquema que cuidaba la familia y el vehículo asignado. Les agradecí a esos compañeros sus leales servicios. Los despedí con gratitud porque cumplieron la misión y entré en mi refugio. Intenté la mejor sonrisa para mi esposa y mis pequeños; necesitaba tranquilizarlos pero inexorablemente ese día había destrozado para siempre mi vida.

El sábado desde la madrugada, el teléfono de mi residencia repicaba sin descanso, llamada tras llamada. Era el turno de los medios escritos en la horrible novela. Cada pariente, amigo o curioso, o por qué no decirlo, enemigo satisfecho, me hacía saber la versión que acababa de leer:

En la edición 1.291 de la revista Semana, dirigida por Alejandro Santos Rubino, sobrino del ministro de Defensa, apareció en la portada mi fotografía con el título, en grandes caracteres, DE HÉROE A VILLANO y un subtítulo que decía: Uno de los oficiales más condecorados del Ejército ganó sus medallas gracias a una alianza macabra con Jorge 40..

En el periódico diario El Tiempo se titulaba en la primera página: “Cae el coronel estrella del Ejército”.

En la revista Cambio, se desplegaba un artículo que decía “El coronel Mejía no va más”.

Era ni más ni menos como estar en un campo de batalla, de pie, porque jamás arrodillado, recibiendo ráfagas y sintiendo los impactos que se alojaban destrozando tus carnes y tu espíritu. Estaba sin armas, sin cómo responder, porque el fuego provenía de los que creía amigos, las propias tropas, el Estado al que había servido.

Aquel sábado fue eterno también. Lo soporté en silencio, sin opinar, sin entender; no salí de mi casa, estuve como resguardándome de una tempestad que no amainaba. No me llamó nadie de la cúpula de mi Ejército por la sencilla razón de que ellos ya sabían la emboscada; ya me habían entregado para morir en ella. Aún no sé, qué se debe hacer en esas circunstancias, pero sí sé, que no se lo deseo a nadie.

Llegó el domingo 28 de enero de 2007. Era un día soleado para todos y gris opaco para mí. Había desconectado el teléfono desde la medianoche anterior; quería retornar a la vida normal, creí que podría vivir.

Fui caminando hasta un supermercado Carulla en la avenida 116 con autopista norte a comprar algunas cosas; de pronto noté que la gente me miraba como si estuviera sin ropa. Se susurraban los unos a los otros, no entendía la razón. Segundos después encontré el motivo; cerca de las cajas registradoras de pago había revisteros y allí reposaban ejemplares de la última edición deSemana. Algunas personas la ojeaban mientras hacían la cola para pagar sus compras. En la portada a página completa mi foto con el titular que en segundos destruyó treinta años de servicios a la patria y me convirtió, porque sí, de soldado en hampón. Salí de allí presuroso, triste y sin comprar nada.

Hacia el mediodía, decidí, a pesar de todo, ir a almorzar con mi familia. Le sugerí a mí esposa un restaurante típico, no tan conocido, en el sector de Chapinero, barrio tradicional de la ciudad. En una mesa apartada y medio oculta nos acomodamos. Había un televisor en una columna y estaba iniciando el noticiero del mediodía. Nuevamente la noticia era la denuncia del ministro de Defensa, Juan Manuel Santos contra el coronel Hernán Mejía. Puse atención, grabé para siempre en mi mente y mi corazón las palabras y las imágenes; las acusaciones eran atroces y descabelladas. Manifestó el ministro, entre otras cosas, que todo había sido conocido y consultado con el comandante general de las Fuerzas Militares y el comandante del Ejército. Traté, con la cara entre las manos y los codos apoyados sobre la mesa, de buscar en mi cabeza el origen de la macabra imputación. Rondaba y rondaba en mi cerebro, sin parar, el porqué, si mis comandantes de muchos años lo sabían, nunca me dijeron nada.

Tras unos minutos, se acercaron a nuestra mesa unas cinco personas ya de edad, uno de ellos dijo: “Coronel, usted es un héroe, nosotros creemos en usted, Dios lo ayudará para librar esta nueva batalla”, me abrazó fuerte, luego las personas que estaban en el restaurante empezaron a aplaudir, fue lindo pero doloroso, no pude evitar que se humedecieran mis ojos, también los de mi valiente esposa y los de mis desconcertados hijitos. Ese fue el preludio de la más canalla de las pesadillas para un ciudadano inocente.

Pasó el fin de semana, lo sobreviví con la familia, sin una voz de apoyo o un aliento de la institución a la cual le entregué mi vida. Era el último lunes de enero de 2007. Antes de las seis de la mañana estaba uniformado en la antesala del despacho del comandante de mi Ejército. Ese día era la reunión del Estado Mayor, asisten todos los generales y coroneles que asesoran al Comandante; es un acontecimiento solemne, es tensionante, es marcial. Es una ceremonia que muchas veces decide el destino de aquellos guerreros sin padrino.

Yo estaba de pie junto a la puerta. Caía de repente sobre mí otro desplante miserable. Los generales y coroneles que hicieron presencia en el recinto voltearon la cabeza hacia otro lado o miraron al piso para evitar mi saludo. El segundo comandante de la Fuerza, un buen oficial, un general bajo cuyo mando vencimos en difíciles batallas en las fronteras del sur, me extendió la mano. Fue el único. Me ordenó colocar una silla en el rincón más apartado del salón, lejos de la mesa de reunión. Qué momento tan triste, muchos de los que allí estaban debían sus ascensos o medallas a las tareas de guerra efectuadas por mis hombres y yo. Todos me conocían. Le rogué en esos instantes a Dios para que me diera la fortaleza de no flaquear, de no quebrar mi voz, de hablar sin odio pero con claridad.

El general Mario Montoya Uribe ingresó raudo al salón, se descargó sobre la silla principal en la cabeza de la mesa, recorrió con mirada intimidante y ceño fruncido a cada integrante del Estado Mayor, como revistando su presentación personal. Era su característica forma de verificar que los intimidaba porque sabía que no lo apreciaban ni lo admiraban.

Ordenó el general comandante de la fuerza tomar asiento y soltó, como ignorando mi presencia: “El fin de semana se ha presentado un hecho bochornoso para la institución. El propio ministro de la Defensa ha hecho públicamente graves denuncias contra un coronel del Ejército. Como era mi responsabilidad, he relevado del mando y he traído hasta aquí al oficial. ¿Qué puede decir al respecto, coronel Hernán Mejía? Tiene cinco minutos para que nos explique la situación”.

Que son cinco minutos para resumir treinta años de sacrificio honesto por la Nación. Cinco minutos para responder a una orquestada patraña que el comandante del Ejército conocía con mucha antelación. Él sabía que me habían escogido de manera canalla para el fusilamiento y se prestó a ello sin siquiera averiguar los antecedentes.

Me puse de pie con una mezcla de temor y de ira. Miré a cada uno buscándoles los ojos, pero se escabulleron simulando que estaban muy concentrados tomando notas. Respiré profundo, te llamé, padre, con mi corazón para que estuvieras ahí, sosteniendo a tu hijo herido gravemente por la espalda:

—Agradezco, mi General, que me permita esta oportunidad. Antes que todo les quiero decir a los señores generales, a los señores coroneles aquí presentes, que su gesto de evitar mi saludo al entrar a esta sala, de darme tratamiento de enfermo infecto contagioso, lo asumo como un acto de cobardía de su parte. Es como si dejaran a un hombre mortalmente herido en el campo de batalla, abandonado a su suerte. Claro que muchos aquí ignoran lo que es una batalla y entonces estoy hablando de lo que no saben. Pero igual, todos aquí me conocen, saben quién soy y he sido. En segundo lugar, quiero recordarles que soy soldado de este glorioso Ejército desde los catorce años, que no ingresé desde niño a las filas de la institución, treinta años atrás, para ser un delincuente. No tengo nada de qué avergonzarme, ni ante Dios, ni ante mi patria, ni ante mis hijos y que mi Ejército no tiene por qué avergonzarse del coronel Hernán Mejía Gutiérrez. Soy inocente de todas y cada una de esas terribles acusaciones y lucharé por la verdad hasta el último suspiro, así se vaya mi vida en ello”.

Se hizo un silencio que me agradó a pesar de todo.

–Ahora solicito permiso para retirarme, debo acudir a la Fiscalía y a la Procuraduría para colocarme a disposición de las autoridades.

Abandoné rápido ese recinto que creía sagrado. Confieso que no quería estar allá; respiré un aire de intriga, de traición y de cobardía en aquellos momentos. Me sentí en el Capitolio Nacional o en el campamento del Enemigo agazapado entre las selvas. No se notó la diferencia.

Había llamado el día anterior a un gran abogado, un maestro del derecho penal, y ante todo un hombre que conocía mi origen, sabía quién era mi familia. Considero que así es más fácil creer y asumir la defensa de una persona. El me acompañó antes de las doce del día a la Fiscalía General de la Nación a presentarme y dejar por escrito mi entera disposición de atender los probables requerimientos de la justicia a raíz de las noticias emitidas en diferentes medios. Igual procedimiento hicimos ante la Procuraduría.

Luego del mediodía de ese mismo lunes, en el final de enero de 2007, como a las tres de la tarde, me encontraba en la oficina de la dirección de planeación del Ejército, una sección que había sido errónea y totalmente subestimada por el mando, a la cual asignaban los oficiales incómodos o innecesarios para que se aburrieran o completaran tiempo para el retiro. Hoy afortunadamente corrigieron esa tendencia y desde esa jefatura han emanado excelentes planes y proyecciones institucionales, que así no se cumplan y queden en el papel son una brújula para el futuro.

Estando allí me comunicaron que debía acudir inmediatamente al despacho del comandante del Ejército. Descendí rápidamente por las escalas un piso hasta la segunda planta. ¿Ahora qué otra cosa sería?

Llegué a la sala de espera y estaban en el lugar unos funcionarios del cuerpo de investigaciones de la Fiscalía, CTI; los identifico por sus overoles negros, sus accesorios y su notable deseo de parecer soldados. En la puerta, con llanto en los ojos, el comandante de mi Ejército, el general Mario Montoya, me dice:

–Hernán Mejía, malas noticias, han venido a capturarlo. El fiscal general de la Nación dispuso su traslado inmediato a la sede de la Fiscalía en el Búnker.

–No entiendo, mi general, yo hice presentación personal en la Fiscalía General hace dos horas y no existía siquiera denuncia en mi contra.

El comandante del Ejército se volvió hacia un señor que ya estaba sentado en la mesa de reunión dentro de la oficina, quien luego se identificó como el fiscal Carlos Arzayús.

–Este es el día más triste de mi vida – agregó mi general -; es una tragedia para el Ejército: vienen a llevarse detenido al mejor soldado de la patria, y lo hacen en mi Comando.

Por las mejillas del comandante de mi institución rodaron lágrimas. Tal vez eran verdaderas.

Les pedí a los funcionarios judiciales que esperaran por favor unos minutos mientras arribaba al lugar mi abogado, el doctor Óscar Lombana Trujillo. Son instantes de tristeza, de rabia, de infamia. Hacía pocas horas me había puesto a disposición de las autoridades y ellos ignorándolo, querían hacer el show. El plan era mostrar al coronel Hernán Mejía Gutiérrez amarrado delante de su país y de su Ejército.

Los medios de comunicación ya estaban emplazados convenientemente en la entrada del patíbulo de los soldados, el llamado Búnker de la Fiscalía. Ellos, dentro de la gran patraña en una política criminal sistemática, exaltan a los terroristas y promocionan la tragedia de los que cumplieron derrotando la amenaza en los combates.

Llegó presuroso el doctor Lombana hasta el despacho del comandante del Ejército y solicitó al fiscal que le mostrara la orden de captura. El fiscal Carlos Arzayús, como por salir del paso, dijo que ya la estaban enviando por fax desde la Fiscalía General al Comando del Ejército. Eso de por sí es anormal e ilegal. El doctor Lombana hace ver la irregularidad y le pide al general Mario Montoya que por favor llame al Fiscal General de la Nación, Mario Iguarán, pues es él quien él debe aclarar la situación. Pasaron tres eternas horas. Finalmente el fiscal General le responde al general comandante del Ejército; le manifestó que no existía ninguna orden de captura contra el Coronel Mejía, que ningún funcionario de su institución había emitido tal orden, que era un desagradable malentendido producto de rumores.

¿Cómo explicar este episodio? ¿Qué pretendían hacer conmigo? Es un interrogante que nueve años después a pesar de las peticiones y denuncias ante las autoridades, no se ha respondido.

Pasados tres años, tuve la oportunidad de coincidir en una diligencia judicial en los Juzgados Especializados con el fiscal Arzayús. Le pregunté por aquella situación y me respondió que la orden de capturarme ese día se la dio personalmente el fiscal general de la Nación, Mario Iguarán Arana; que si era del caso, lo llamara a declarar bajo la gravedad del juramento sobre ello. ¿Quién mintió y cuál era la verdadera intención de quienes en ese día me querían sacar encadenado? A pesar de las denuncias aún no se sabe.

Aquel día, el de la falsa orden de captura, regresé muy golpeado a casa, a las diez de la noche. Mis niños dormían, mi esposa aguardaba valiente pero intranquila; sin palabras se preguntaba qué estaba pasando con nuestras vidas.

Traté de organizar las frases para resumir el amargo día, pero el timbre aborrecido del teléfono me interrumpió; a esa hora es anormal que suene y por ello no suena, truena. Tomé el aparato y al otro lado sentí la voz del general Montoya, el comandante de mi Ejército:

–Coronel Hernán Mejía Gutiérrez, ¿cómo está?

–Totalmente consternado y desconcertado por los acontecimientos que se han producido, mi general.

–Bueno, usted es un soldado y debe sortear los vendavales, Hernán Mejía. Hace unos minutos se recibió información sobre un posible atentado contra usted en su casa, le acabo de asignar un apartamento fiscal, mueva a su familia para allá inmediatamente.

No hubo más palabras, ni explicaciones, ni nada. El general Mario Montoya colgó la llamada y mil sensaciones me invadieron. Todos los interrogantes, toda la furia se adueñó de mí espíritu, como si estuviera poseído por el infierno.

No entendía quién quería matarme de nuevo. ¡Si ya hacía tres días el ministro de la Defensa, Juan Manuel Santos Calderón, me había asesinado en rueda de prensa!

Con la espeluznante arrastrada a la picota pública, con el despliegue miserable de los medios de comunicación, todos los grupos ilegales me convirtieron en su objetivo. Era otra consecuencia lógica de la infamia. Solo atinaba a pensar que no podía permitir que tocaran a mi familia. Debería salvarla pero no sabía cómo ni de dónde vendrían los ataques. Eso me derrumbó sin darme cuenta.

Al amanecer, con autorización del Comando del Ejército, viajé para el norte del país, hasta Valledupar. Necesitaba tratar de recopilar copias de los documentos que acreditaban cada minuto de mi gestión como comandante del Batallón de artillería No 2 La “Popa” en esa región, cinco años atrás.

Era prioridad buscar el cabo suelto que habían empleado para retorcer la verdad y crear la gran patraña. Al mismo tiempo, mi familia adolorida intentaba acomodarse en un angosto apartamento de las Casas Fiscales del Cantón militar del Norte. Les tocó, a mi esposa y mis pequeños hijos de siete y cinco añitos, adaptarse a sobrevivir en el más mezquino de los ambientes; fueron permanente blanco de todas las humillaciones por parte de los otros niños y hasta de los mayores, quienes con el infame dedo acusador y destructor los arrinconaban más, los pisoteaban más y eso también envenenó mi alma.

Comenzaron a pasar días sin fin. Era un sufrimiento enfermizo ingresar al edificio del Comando del Ejército cada mañana. Me sentía tratado como un paria, no salía del pequeño cubículo asignado en el tercer piso.

Notaba claramente que nadie se sentía bien con mi presencia. Descubrí muy pronto que estaba solo para librar esa injusta guerra, asimilé que cada batalla haría hilachas mi vida, pero no tuve duda de que era necesario llegar hasta el final, porque la única herencia para los hijos de un soldado es el honor de su padre.

Desde el mismo comienzo de la siniestra y amarga pasada del destino, hice encarecida la solicitud para hablar personalmente con el ministro de la Defensa, Juan Manuel Santos. Pensé que si esa persona salió a arrasar mi vida en una rueda de prensa sin haberme visto jamás, debería conocerme de manera personal y entonces responderme con la verdad sobre el origen de todo.

Ese despacho del Ministerio de la Defensa, que una vez, hace mucho, fue el epicentro de la disciplina, de la estrategia de seguridad nacional y del porte militar, porque lo ocupaba el soldado más antiguo de la República, ahora es la sede principal de las campañas presidenciales. Desde 1990, el cargo de Ministro de la Defensa se convirtió en la plataforma de lanzamiento para los candidatos y por ende en una olla repleta de burocracia politiquera, que se justificaba diariamente con la sangre y el honor de muchos soldados en los campos de batalla.

Empezaron a llegar los hijos de muchos caciques políticos cobradores de favores, quienes recién graduados de las universidades eran contratados en extrañas asesorías sobre temas que no conocían y simultáneamente obtenían, sin méritos pero por orden del ministro de turno, becas para especializarse en el país y en el exterior por cuenta de los gastos de la guerra.

La lista de delfines que recorrieron ese fácil camino que necesariamente les quitaba oportunidades a oficiales y suboficiales que sí las merecían, es inmensa.

Se volvió muy extraño que un coronel arrimara hasta el despacho del Ministerio de la Defensa. Siempre alguien de esas odiosas oficinas estaba encargado de dilatar y obstaculizar las solicitudes de los militares. No hubo para esos días una sola persona, ni militar, ni civil que se atreviera a abordar el tema espinoso del coronel Hernán Mejía Gutiérrez; fueron mil peticiones para que alguien me dijera lo ocurrido.

Padre, ¿sabes cuánto tiempo transcurrió para lograr la entrevista con mi verdugo? Diez meses. El ministro Juan Manuel Santos Calderón no permitió que entrara mi abogado, como yo solicité. Coordinó la cita con su jefe de prensa, el periodista Fernando Barrero Chávez, y evitó los testigos como condición inexplicable para hacerme pasar. Nadie más asistió al encuentro.

Me recibió displicente a las diez de la mañana, haciéndome saber que tenía otro compromiso muy importante casi de inmediato, por lo cual no ocupó el puesto en el macizo escritorio.

El ministro Santos tenía puesta una camisa verde pálido con una corbata suelta de un azul muy oscuro, sin saco. Yo tenía puesto el uniforme camuflado con los distintivos de combate bordados en hilo negro.

Permanecí de pie en silencio, en tanto él deambulaba contando los pasos por la espaciosa oficina para eludir mi mirada. Es una estrategia recomendada por los psicólogos a los inseguros para eludir la confrontación. Finalmente le dije:

–Señor ministro, el único motivo de estar aquí es que me digan la verdad, que me expliquen de donde salió la versión que usted dio a la prensa contra mí, que le digan al país de dónde proviene esta infamia. Usted tiene en su escritorio mi hoja de vida, yo no he tenido en mi carrera como soldado un segundo de conducta criminal.

El ministro ni siquiera me miró. Observando hacia otro lado a través del ventanal que daba a la plaza de armas interna, mientras se componía el nudo de la corbata azul, me manifestó:

–Coronel, estoy muy preocupado con su caso. Creo que ha ocurrido un error con la información. A mí me engañaron con los datos, es un lamentable episodio que solucionaré a mi regreso de los Estados Unidos. Le prometo aclarar la situación, mientras tanto vaya hablando con Marilú, la del CTI.

No fue más, no dijo más. Dio por terminada la reunión al tiempo que aparentemente verificaba la seguridad dispuesta para sus desplazamientos. No tenía idea quién era Marilú y menos porqué el ministro Santos la mencionaba. Después me enteré de que era la directora Nacional del Cuerpo Técnico de Investigaciones de la Fiscalía General y que tenía mucha relación con Fondelibertad, un organismo que manejaba millonarios fondos y se administraba como la caja menor del Ministerio de la Defensa.

Sin embargo, a pesar del desaire, tuve esperanzas porque en privado el futuro presidente había reconocido el error con el que destruyó muchas vidas. Da mucha rabia que un alto personaje tenga el poder para arruinar la vida de unos soldados inocentes y sus familias.

Salí del despacho del ministro Santos Calderón e inmediatamente me dirigí dos pisos arriba, dentro del mismo edificio, a la oficina del comandante general de las Fuerzas Militares. Me permitieron seguir a su despacho, luego de seis largas horas de antesala.

El general Fredy Padilla es un hombre inteligente; evidentemente no llegó a la cúspide por sus méritos como líder o soldado en las batallas, sino por sus dotes de político. Mi saludo marcial es fuerte y siempre fue así. Mi general me mira, me hace seguir y nos sentamos frente a frente en una sala de inmensas poltronas en cuero color vino tinto. Me conoce desde cuando yo era subteniente de artillería y él, capitán de ingenieros. Me habló en forma amigable pero sin comprometerse. Entonces le dije:

–Mi general, hablé hace unos minutos con el ministro Santos. He venido a ponerlo al tanto de la situación, ya que usted no me llamó. Solo quiero decirle que esto es una absoluta canallada. No sé de donde salió, pero lucharé hasta el fin por la verdad y por mi honor.

Hubo un silencio preocupante pero casi comprensible. El comandante general se incorporó y me dijo en su marcado acento costeño:

–Hernán Mejía Gutiérrez, yo sé quién eres tú. Te conozco desde hace mucho tiempo, se de tu valor y sobresaliente desempeño en muchas batallas; eres un héroe y vas a salir bien de esto. Te creo, pero no puedo hacer nada, yo soy el comandante general de las Fuerzas Militares y tengo que apoyar al ministro de la Defensa, Juan Manuel Santos. Espero entiendas mi posición.

Qué desolación tan inmensa sentí. Solamente me puse de pie y le dije:

–Gracias, mi general. Permiso, me retiro.

Abandoné rápido el edificio pero sin rumbo; no sabía adónde ir.

Tengo claro que si volviera a vivir esos momentos, sería igual; tal vez no sabría cómo actuar ni a quién acudir. Es la sensación extremadamente angustiosa que se debe sentir cuando no abre el paracaídas principal y se enreda la reserva; lástima que no conozco a nadie que haya sobrevivido para contarlo.

Tú, viejo, debes recordar mis accidentes en paracaidismo, cuando llegabas a la Base de Tolemaida, y me encontrabas enyesado con las piernas fracturadas y me regañabas. Pero en esas ocasiones siempre me funcionó la reserva.

Dentro de mi desasosiego, creí inocentemente que en esos momentos lo mejor era acudir a donde el comandante de mi Ejército, el general Montoya. Debía enterarlo de mi entrevista con el Ministro de Defensa y con el comandante general. Él nunca me hizo esperar para atenderme; de inmediato pasaba a su oficina; siempre me recibió sin prisa. En esa ocasión me preguntó cómo iba todo. Le narré entonces, detalladamente, lo que había acontecido en las entrevistas previas con el ministro Santos Calderón y con el general Padilla. Me observó y algo sorprendido por mis actividades osadas en busca de la verdad, pronunció la frase que finalmente constituyó el punto de partida para desenredar los oscuros nudos, tejidos de manera criminal:

–Todo eso está muy bien, pero dígame, Coronel Hernán Mejía Gutiérrez, si quiere de manera confidencial, ¿cuál es su problema con Sergio Jaramillo, porqué lo odia tanto ese señor?

–Mi general, ¿quién es Sergio Jaramillo? –respondí de inmediato–No lo conozco, no sé quién es, jamás he tratado persona alguna con ese nombre.

Mi general Montoya, fingiendo incredulidad, me observó fijamente a los ojos como confirmando mi respuesta y me dijo sin quitar la mirada:

–Mejía: es el Viceministro de la Defensa para los Derechos Humanos, y es él precisamente quien está organizando todo el complot contra usted.

Salí del Comando del Ejército sin entender nada. El túnel por el que había sido empujado era cada vez más oscuro, más frio y más lejana su luz final.

Decidí, como era lo lógico, como creo hubiera hecho un hombre de honor, buscar al viceministro Sergio Jaramillo en su despacho, que era contiguo al del ministro Santos Calderón. Poco había estado en esas dependencias. Llegué en mi uniforme camuflado. Ingresé hasta la recepción; todas las puertas estaban abiertas. Solo hasta ese día me enteré de que existían dos viceministros de la Defensa. Una secretaria amablemente me preguntó qué necesitaba y cuando le pedí el favor de anunciarme con el viceministro Sergio Jaramillo Caro, ella me solicitó que quién quería verlo. Cuando le dije que era el coronel Hernán Mejía Gutiérrez hubo un silencio extraño. Quienes estaban allí, no sé si asesores o secretarios, se miraron entre sí. La secretaria no hallaba cómo hacer. Después de que se cerraran varias puertas de oficinas, se acercó y me dijo, casi al oído, que el viceministro Jaramillo no se encontraba.

Me di cuenta que él estaba en una de las oficinas que cerraron, que se había escondido y ordenado a sus subalternos que lo negaran. Pienso que algún día veré de frente a ese personaje artífice canalla de mi tragedia. Sueño con ello.

Permanecí unos instantes ahí. Miraba a todos como buscando respuestas que no vendrían. De pronto un hombre joven, de cuidada presentación me tomó el brazo derecho y me dijo:

–Mi coronel Mejía Gutiérrez, es un honor conocerlo. Yo soy el Viceministro de la Defensa, Juan Carlos Pinzón. Siga, por favor, a mi oficina y hablamos.

Lo seguí en silencio y una vez traspasamos la puerta la cerró con seguro, me hizo sentar y se acomodó en un sillón frente a mí. Me contó que era hijo de un oficial a quien conocí varios años y grados atrás, y que estaba muy angustiado con mi caso. Me hizo ver que sabía muchas cosas de mi vida, de mi carrera. Me dije para mis adentros que era lógico, posiblemente habían estudiado al detalle el perfil completo del trofeo que entregarían.

Para resumir, esta persona trató de disculparse conmigo, pero sus términos me inquietaron infinitamente. Sus palabras aún taladran mi cerebro: “Mi Coronel, su cabeza la negociaron, era un momento coyuntural del país. Se requería aliviar la presión internacional por el tema de los Derechos Humanos, deberían entregar en bandeja a alguien, a un oficial reconocido. El montaje lo hizo el viceministro Sergio Jaramillo por disposición de Juan Manuel Santos Calderón. Luego, ellos se dieron cuenta de la brutal embarrada y ahora no saben cómo salir del embrollo. Necesitan al precio que sea encontrar algo contra usted para hundirlo y salvar su credibilidad”.

Abandoné el edificio del Ministerio de la Defensa totalmente desconcertado. Me parecía increíble que se jugara con la vida y el honor de los soldados para satisfacer intereses políticos. No podía creer que sacrificaran a unas personas inocentes cuyo único pecado era haber buscado la excelencia en el cumplimiento de su deber. El viceministro Juan Carlos Pinzón sería más tarde el Ministro de la Defensa y Sergio Jaramillo Caro el Alto Comisionado de Paz, cuando Juan Manuel Santos Calderón ostentara la presidencia de la República.

A partir de aquella mañana, mi corazón y mi mente comprendieron con desesperada indefensión que era víctima de la más absurda pero poderosa componenda. Asimilé con terror que quienes nos llevaban a la ruina a mí, a mis hombres y a nuestras familias, no eran los terroristas contra los que siempre combatimos, sino que el verdugo era el propio Estado que defendimos con lealtad hasta el máximo sacrificio.

La melancolía, cada día se prolongaba, era más deprimente cada despertar con el mundo encima sin razón, todo aquello acentuaba sin piedad las heridas del corazón.

Como si fuera parte de la tragedia, he podido percatarme, que los días más amargos de la vida siempre comenzaron con unas mañanas grises, opacas y melancólicas. El tiempo transcurrido durante mi muerte en vida, en la abominable prisión, ha mostrado muy nítidas las curvas oscuras del camino de los ruines para acceder y mantener el poder. No puedo creer que tuve que vivir esto para comprender que mis más descabellados presentimientos se quedaron cortos frente a la realidad que abraza mi país y ante todo, el futuro del glorioso Ejército.

Me agoto meditando y comparto la angustia con mis compañeros de prisión de saber si fue un gran error ser soldado. Concluir que haber sentido en lo más profundo del corazón los avatares y las angustias de una nación doblegada por el terrorismo y hacer parte de un ejército humilde pero noble y bravo, no estuvo bien.

He hablado contigo sobre estos episodios padre, tratando de contarte sin odios cómo se orquestó la traición a tu hijo. Relatarte lentamente mis torturantes secretos me alivió mucho. Lo hice como si estuviera repasando en mis agendas sobre las que escribía sin falta a manera de diario y por eso discúlpame el desorden. En ellas, intencionalmente dejaba las esquinas de algunas hojas dobladas como indicando acontecimientos más traumáticos o muy diferentes. Años después las encontré y las recorro una y otra vez con la curiosidad y el asombro de que aún existieran, o de que tales circunstancias las hubiera plasmado yo mismo alguna vez.

En los días aciagos en que arañaba algunas letras y documentos para organizar mi defensa, apareció en los medios el gran escándalo mundial de la revelación de mensajes cifrados del gobierno de los Estados Unidos por parte del periodista Assange en los llamados “WikiLeaks”.

Fue una sorpresa encontrar que en aquellos archivos secretos alguno refería la conversación en 2007, de Sergio Jaramillo con el Embajador de los Estados Unidos en Colombia, respecto del caso de un coronel Mejía Gutiérrez.

Texto extraído del capítulo XI del Libro "Me niego a arrodillarme", con prólogo de Plinio Apuleyo Mendoza y editado por Oveja Negra.

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