viernes, 17 de febrero de 2017

La Guerra de los Mil Días por alguien que vivió para contarla


El antioqueño Juan Rivillas, soldado raso en el conflicto que inauguró el siglo XX, recuerda su andanza en una guerra que no cesa más de cien años después. Testimonio de un enfrentamiento que se da y se repita en Colombia como tragedia y como farsa.

El amargo recuerdo de un manuscrito extraviado me hizo regresar a Sonsón. En aquel pueblo olvidado en la niebla, entre un nudoso laberinto de montañas tristes y saladas, sobrevivía un combatiente de la Guerra de los Mil Días. Me habló de él un arriero que me había retado a que lo acompañara una noche de luna llena a invocar al demonio para que nos revelara dónde se encontraba el oro enterrado por indígenas y mineros .

El manuscrito lo había escrito mi abuelo y eran sus memorias de estafeta en la Guerra de los Mil Días. El cuaderno reposó en un sobre lacrado, bajo la orden de que se abriera y se publicara sólo después de su muerte. En medio de las disputas sucesionales desatadas desde su agonía, el libro desapareció para siempre. Mi madre me narró tantas veces los episodios de la guerra y las fundaciones de pueblos que allí se contaban, ese mundo al mismo tiempo tan próximo pero tan lejano a mis primeros y mejores sueños, que también yo lo busqué infructuosamente. Fue la pérdida de ese legado la que quizás me señaló la obsesión de buscar a los sobrevivientes de aquella guerra, que era una leyenda supurante entre los vencidos.

Había hallado al arriero en otro viaje, en el que cometí la equivocación de preguntarle por las caravanas de bueyes y mulas que cruzaban medio país transportando mercancías. Con su rostro de calabaza deshidratada pegado al mío, me acorraló durante dos días espulgándome sus hazañas. Por supuesto, el relato había agotado hasta sus propios sueños y el viejo comenzó a disponer de sus más entrañables secretos. Ahora el arriero saltaba a mi lado rumbo a la casa del soldado, por calles encajonadas entre paredes construidas con boñiga de vaca y que resguardaban la decadencia de una dinastía aldeana, orgullosa de sus apellidos y sus registros de posesión de la tierra.

Desmadejado entre una mecedora y una silla, abrigado por un traje de paño de botones, bajo una ruana de lana cardada, y coronado por un gorro también de lana que lo hacía parecer una eminencia cardenalicia, el veterano nos recibió en un corredor de su casa. Se llamaba Juan Rivillas, y con prolija memoria de elefante comenzó a relatamos su juventud, tan distante en el tiempo, ochenta años atrás, que no parecía la suya.

En un borroso momento del año de 1900, un muchacho se disponía a entregar una carga de panelas de caña de azúcar mascabada, cuando un hombre, al que apodaban Cargamundo, le dijo que debía ir a presentarse ante las autoridades del pueblo.

Juan Rivillas recogió las sogas y se fue lleno de temores, con la bestia de cabestro, hasta la plaza principal.

-Bueno-le dijo el alcalde-, usted tiene que quedarse aquí para entrar al cuartel.

-No señor, no puedo, porque este animal lo tengo que volver a llevar a la casa.

-Pero entonces, ya sabe pues que va y lo lleva y mañana se presenta aquí.

A la hora señalada, regresó con su madre, que miraba con ceño de leona.

-Se ha estado diciendo que s de dieciocho para arriba, y él no los tiene-alegó ella.

-Sí los tiene-afirmó el alcalde.

-No los tiene, señor.

La mujer encaminó hacia el despacho parroquial y ordenó una copia de la fe de bautismo. El alcalde echó un vistazo de desdén al papel membreteado en el que se había caligrafiado en tinta violeta la frase “el 3 de agosto de 1883”.

– Bueno – masculló-, le queda este año de gracia. El año que entra se tiene que presentar.

Los más poderosos estancieros de Sonsón siempre habían provisto soldados para las guerras. En la contienda contra España participaron en varias campañas en el Sitio de Cartagena de 1815, y en la rebelión de Córdoba contra la obsesión monárquica de Bolívar formaron en ambos bandos. Prácticamente no faltaron a ninguno de los habituales zipizapes entre liberales y conservadores durante el siglo diecinueve. En 1873, cuando circulaban rumores de una guerra con Inglaterra, en el cabildo de Sonsón se declamó una proclama que llamaba a enfrentar hasta la muerte las amenazas del agresor birtánico.

En guerras como la de 1876, los campesinos habían huido para evitar que sus hijos fueran alistados. Los que se quedaban guarecían a sus mozalbetes en los montes durante la noche, y los dejaban salir de día para que ayudaran en las faenas del laboreo.

Con sus apagados ojitos de rinoceronte domesticado, Juan Rivillas perdía su mirada en el vacío del pasado. Lo único que palpitaba en su cara era la raya cuarteada y callosa de su boca. “El día que cumplí los dieciocho años, al otro día, me presenté en el cuartel. Ya estábamos en la guerra de 1901, la de los mil Días. Y cuando entré al cuartel, se fue uno, y cuando volvió, volvió otro. Hágame esa prueba. Ya no fue el que se fue, sino que vino otro, parecido, o hasta el mismo sería”.

“En ese tiempo, las tropas eran las de un don Pacho Jaramillo, hijo de don Lorenzo Jaramillo, Pacho viejo y Pacho Muchacho, padre e hijo. El viejo fue general de división y el muchacho general de brigada. Pero a mí me tocó con este general, Alfonso Jaramillo, hijo de don Camilo Jaramillo. ¡Pero qué macho!”.

Con los demás reclutas desfiló a pie hasta Medellín. Allí los uniformaron, les dieron fusiles y los instruyeron a Aguadas. “Ahí comenzó la brava. El día menos pensado, tocaban marcha. Hombre, ¿para dónde será? ¿Quién va a saber? Ellos. Estábamos completamente cohibidos. Y en Neira, en vez de seguir para Manizales nos echaron para un punto que llaman Morrón. De Morrón, al otro día, a Filadelfia. De Filadelfia salimos persiguiendo a la guerrilla, que decían que estaba en el pueblo de El jardín.

Llegamos al borde del Cauca donde las olas se represaban y daban golpes. Quién dijo que hubo paso. No. Ya los liberales se habían tomado el puente del Pintado y lo habían tumbado. Solamente quedaron dos largas vigas y un cable que rozaba el agua. Algunos hombres, de antojados, cruzamos por el alambre y llegamos con las manos quemadas”.

Esa noche los centinelas vieron venir una lucecita. Era un posta que traía un mensaje para el coronel, avisándole que la guerrilla liberal se había entrado a Salamina. Emprendieron la marcha bajo un impetuoso diluvio. ”Ahí es donde uno sabe si es macho o es hembra”. Cuando por fin divisaron a Salamina, la guerrilla ya se había escabullido. “Y es que lo lindo es esto. Nosotros, sin ofender a ninguna personal nosotros los conservadores somos muy pícaros, pero más pícaros que los liberales no somos los conservadores. Para probarlo en cualquier parte y con gente desde mi edad y tal vez hasta de más”.

Cuando acampaban en Filadelfia, la sombra de un conservador se deslizó en el cuartel. Con sigilo murmuró que un guerrillero se escondía en el pueblo, para surtirse de víveres. Se llamaba Manuel Celada, y Juan Rivillas lo recuerda como uno de los hombres más valientes que conoció. Lo capturaron y lo amarraron de los tobillos y lo izaron de una viga. En dos días no despegó los labios. Al tercero, farfulló que la guerrilla se encontraba en El Jardín, a un día de zancadas. Presurosos pasaron frente al cementerio de Filadelfia, dentro del cual, se enteraron después, la guerrilla aguardaba.

Volvieron a cruzar el río Cauca por los cables del Pintado. Y cuando estaban pisando las calles de El Jardín, les comunicaron que la guerrilla había saqueado a Salamina. Celada les había dicho lo que le convenía. Se lanzaron de nuevo tras los liberales. En La Frisolera les susurraron que habían volteado por el Alto de las Coles. Allí que en La Mesa: Cuando arribaron a La Mesa, les señalaron las laderas al otro lado del río, y uno de los oficiales consideró que podían dar la orden de atacar. “Hombre, sí, tenemos tiempo -dijo el coronel al mando- , son las cuatro pasadas. Pero seamos un poco considerados, que así como estamos nosotros de cansados, ellos deben estar peor. Nosotros, a caballo, nos cansamos, ellos a pie, más. Dejémoslos descansar”.

Mientras erigían su campamento, las tropas del gobierno observaban los ranchos y los fogones de los liberales. Antes del amanecer se lanzaron sobre el campamento liberal. Irrumpieron a gritos entre los toldos y la humareda de las fogatas abandonados. En otra ocasión, uno de los postas regresó a los vuelos sobre su caballo y les gritó que estaban trabados en combate en el Alto del Cedral. Salieron exhaustos, “a pasitrote”. Cuando llegaron, los guerrilleros se habían internado en la montaña.

Dos troncos brillantes y viscosos, como matas de plátano, rodaron de la ladera. Al verlos extendidos sobre el sendero supieron que eran dos cadáveres. “Ve, dos
muertos”, le dijo Juan Rivillas a uno de sus compañeros, al que apodaban Coica. Y éste, con impavidez, le respondió: “No se asuste, cuñadito, que apenas estamos comenzando a ver muertos”.

Así anduvieron y desanduvieron caminos y trochas durante dos años. Tal vez no les tocaron batallas ni combates de envergadura. Apenas los escombros humeantes de los enmarañados enfrentamientos a los que siempre llegaban tarde. Sin embargo, el anciano reconocía que había tomado parte en una balacera en el Alto del Cedral, que al parecer no se prolongó porque los trasladaron a Filadelfia. De acuerdo con sus brumosos recuerdos, él disparó contra un Francisco Herrera, que comandaba una de las guerrillas liberales, y también, alguna vez, que no precisa, o no puede precisar, contra Manuel Celada.

El segundo día que acudí a la casa del anciano, acompañado por el arriero, que no paraba de anonadarme con historias fantásticas y aterradoras, como la del día en que lo acechaban para matarlo y él se convirtió en perro y pasó en medio de sus enemigos lanzando una carcajada sin que ellos lo vieran, Juan Rivillas me espetó furioso por qué le preguntaba de su vida, y le tuve que decir de mi abuelo y de su manuscrito perdido, y de cómo había fracasado tratando que otros veteranos me confiaran sus recuerdos de la guerra. Le hablé de cómo en las afueras de Aracataca, bajo un ciclo incendiado escuché a Pedro Argote, un anciano cobrizo, agostado y de ojos como brasas, con los recuerdos extraviados, que siempre me respondía sobre lo que no le preguntaba – de sus agotadoras jornadas de machetero en las plantaciones de banano de la United Fruit- , cuando le pedía que me reviviera los combates en los que había marchado aliado del general Uribe. También le expliqué que en una buhardilla de Cepitá, un pueblo sin caminos hundido en el cañón de Chicamocha, contemplé como a una esfinge llena de misterios a un anciano sin pestañas que se decía había participado en la brutal batalla de Palonegro pero que sólo abría la boca para susurrar el nombre de una mujer.

Entonces el sosiego retornó al rostro marchito de Juan Rivillas y su lengua volvió a chapotear en su pozo de saliva para relatarnos que, después de andar una semana entre una montaña, llegaron a un caserío llamado La Mesa, con un enemigo herido, Francisco Herrera. Estaba tendido en una estera y ya no podía caminar. Lo descargaron al pie de un árbol, y como no era capaz de tenerse en pie, “lo mataron ahí sentado los mismos conservadores, porque había hecho muchas fechorías”.

El viejo permanecía petrificado sobre las sillas, y solo su voz alborozada y su mecánico parpadear no se detenían. Rememoraba con más fidelidad las guerras que le habían tocado a sus antepasados que la suya de los Mil Días. “Los liberales se vinieron aquí a Antioquia y se tomaron un poco de días a Sonsón, cuentan, porque no lo viví. Pero el cuento cuando yo lo oía, de muchacho, estaba fresquito. La iglesia la tomaron por cuartel. En los altares ponían las mesas de juego, en los confesionarios guardaban los gallos finos de riña. Don Cosme Marulanda no les pudo entrar, lo echaron. Eso fue con Rengifo que era el malo, aunque malos seremos todos. Pero Briceño se apareció por el cañón de Arma y se acomodó en el Alto del Cacho. Estas historias nos contaban. No encontraban el modo de sacarlos. Porque todo la mayoría, aunque no hubieran sido liberales, para estar con ellos se volvieron liberales, a acomodarse, a sacar a los otros ricos”.

Entonces se hablaba del comparto, que don Lorenzo Jaramillo tenía que dar un comparto de tantos novillos o tanta plata, que el rico en esa época era don Lorenzo Jaramillo – dijo el arriero, refiriéndose a los desafueros del ejército y las guerrillas.

“En todo caso venían unas elecciones – continuó el viejo- , y los pocos godos que había se recogieron e hicieron una reunión en el hospital, simulando que visitaban a un enfermo. Entraban uno o dos ahora, y en un ratico entraba otro u otros dos, y se recogieron ocho o diez allá a comentar, a ver cómo hadan ellos, cuando de pronto se cuadraron con el general Briceño. Nadie lo esperaba, Pero como él sabía de la reunión, se vino con ochocientos hombres. No trajo más. Y cuentan que en esa casa, que llamábamos de las Isazas, se recogieron y se convinieron en no dejarles hacer las elecciones, resueltos a acabar o a que los acabaran. O los echamos o nos acaban de sacar. Pues sí señor. Cuentan que los soldados estaban entre la iglesia, en sus bailes y en sus fechorías allá con sus mujeres. Y la mayoría estaba posesionada de una casa antes de llegar a donde Marcelino Uribe. Y cuentan que se llegó una cuadrilla de godos y los cogieron en esa casa bailando, la mayoría, y entonces los amarraron y se fueron para la plaza, para la iglesia, y vieron a esa negrería, en sus sinvergüenzadas, bailando, cuando llegó esta gente y los atacó y se vieron tan mal que tuvieron que salir de huida.

Hombre, la maldad nunca ha faltado, porque cuando yo vine a este mundo, cuánto hacía que había venido ella, la picardía. Antes había mucha picardía, pero había mucha gente honrada. Hoy lo que no hay es honrados, mucho quien trabaje. Mucho quien baque al vecino, pero para el trabajo no. De azadón no soy yo. De espada no soy yo. Para alguna garita, para una cantina, sí”.

“Como ya todo estaban en silencio”, los devolvieron al Sonsón el 8 de diciembre de 1904, al mando del coronel Suso Botero. “Sonsón, es muy mu pueblo, pero muy desagradecido. Ese día entramos como a las dos de la tarde, nos llevaron a la plaza. Allá entregamos las herramientas de soldados, los fusiles y los pertrechos. Al otro día nos llevaron ante un tablado en la plaza. Puede que sea para darnos cualquier cosita, pensamos. Vinieron unos con el general Barulio Henao, que había sido soldado de Bolívar. Lo traían entre dos, colado de los brazos del uno y del otro, con el uniforme que, como estaba tan gacho, ya no le lucía. Tenía como ciento seis años y él hablaba allá pero no se le entendía cosa mayor. A lo último dijo, casi tembloroso, Viva Colombia. Eso fue el agradecimiento. Ni muchas gracias, nos dijeron El soldado estaba obligado a servirle al gobierno como él le diera la gana, y uno qué iba a hacer”.

Por el año de 1910, cuando se había casado con María Benilda Gómez Pérez, de Carmen de Viboral, quien lo acompaño durante sesenta y dos años, Juan Rivillas conoció al general Uribe Uribe, quien había sido uno de los caudillos de aquella desenfrenada rebelión liberal.

“¡Qué tipo de hombre! Es muy escaso ver a un tipo de hombre de esa clase”. Unos liberales de Sonsón lo invitaron para que los visitara. Le consiguieron la mejor bestia de silla. “Salieron a recibirlo liberales y conservadores en guantes blancos. Dejó muchos decretos, que se han venido cumpliendo despacio. Miró todos los cañones después les dijo, hombre, estos valles de Sonsón son los valles más hermosos que yo he conocido”.

Alguien dijo que el pueblo ya no quería votar. “¿Y por qué -balbuceó el anciano-, porque ni éste hace nada ni el que vuelve hace nada ni el que se devuelve hace nada y el que se fue se llevó lo que pudo… por malos gobiernos”.

– Sin embargo, todavía sigue habiendo liberales y conservadores -comenté.

– Hombre, es que la palabra de conservador, y la de liberal, siempre tiene su significado. Por ejemplo, la palabra del conservador es porque conserva buenas costumbres. La palabra liberal, es porque le gusta que todo sea libre, lo que usted tenga, es para el otro. Que todo es de todos y usted es el que trabaja. Por eso se llaman liberal y conservador. Conservador, que conserva las costumbres buenas, y es más de iglesia. Y el otro, al ser todo lo malo que pueda- agregó.

Desde el patio y las habitaciones de la casa chillaban los gallos, los perros y los niños. Cuando volvía el silencio, retumbaban los apagados y misteriosos golpeteos de lejanos talleres. El viejo cerró sus ojos oscuros y aguachentos y se hundió en sus remembranzas. En su padre, que había sido un buen estanciero; en los robles de la plaza mayor de Sonsón, que medían hasta cuatro abarcaduras; en las muchachas que se preparaban ellas mismas sus polvos faciales con cáscaras de huevo, cal viva, alcanfor y alcohol; en las jornadas de trabajo de sol a sol en los surcos por las que apenas recibía diez centavos; en los cielos eclipsados por la tenebrosa plaga de las langostas, en el abanderado, el corneta y el cajero que avanzaban al frente de su columna, a la caza de los guerrilleros liberales.

Levitando sobre las sillas y su vasto pasado, Juan Rivillas se sentía colmado y feliz. “De los buenos viejos soy yo. De los buenos que haiga soy yo el bueno, el dichoso. Hay viejos de mi edad, o menos, y ya no dicen nada. Aparentan más de lo que son!.

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