jueves, 29 de octubre de 2015

Socorro: el pueblo santandereano que tiene el valor de la palabra


Foto por: Archivo / El Tiempo

En el centro del Socorro se mantiene viva la arquitectura de años pasdos. La ciudad fue uno de los escenarios más significativos del movimiento independentista.

Los socorranos saben que las treinta manzanas que conforman el casco histórico de su pueblo y los once sitios de interés patrimonial que aparecen en los mapas no siguen en pie solo por la resistencia de la piedra. Hoy, como hace siglos en ese pueblo de la cordillera Oriental, el verbo es el único capaz de proteger la memoria.

Manuela, José y Antonia están siempre en la boca de los nacidos en Socorro, un pueblo tapizado en piedra amarilla. Los nombres salen golpeaditos cuando quieren decir que su pueblo es sinónimo de insurrección y valentía. Los pronuncian seguidos por sus apellidos como si lanzaran piedras al fondo de un cañón para que el eco impida el olvido.

A Manuela Beltrán, José Antonio Galán y Antonia Santos los señalan desde el atrio de la Basílica Menor de Nuestra Señora del Socorro como si fueran paisanos en su paseo dominical. Están vivos en el relato que comenzó a contarse hace 234 años, cuando este pueblo de hilanderos, ceramistas, paneleros, tejedores, tabacaleros y cacaoteros, productores de añil y buscadores de maderas se alzó en contra del gobierno y recorrió medio país exigiendo libertad.
El nombre de Manuela Beltrán Archila es el primero que viene a los labios de los que toman tinto en Los Ejecutivos, un café vecino a la catedral donde se habla de mercado, política, amor e historia. A ella, ninguno de los contertulios la ha visto en fotografías o retratos y por eso no se atreven a decir alta, gruesa, trigueña, menuda, castaña, recta de espalda. Pero todos parecen haberla oído pues repiten las palabras que ella gritó el 16 de marzo de 1781: ¡Muera el mal gobierno!

Para entonces, Socorro era un pueblo centenario, villa muy noble y leal según Carlos III, la cuarta ciudad del Nuevo Reino de Granada, con doce mil personas capaces de mover el comercio de la provincia de Tunja asfixiado por el régimen impuesto por el visitador Juan Francisco Gutiérrez de Piñeres. La ruina económica fue el tema de esa mañana de viernes al pie del templo de Nuestra Señora de Chiquinquirá, donde se reunían agricultores, artesanos y comerciantes. Los socorranos hablaron de monopolios, extorsiones y del edicto recién publicado en la plaza principal, hacia donde caminaron unas dos mil personas siguiendo el toque de un tambor. La multitud recorrió lo que hoy son unas seis cuadras, y, una vez allí, Manuela Beltrán, comerciante de tabaco producido en Socorro y de velas, loza, jabón, y cáñamo traídos de Castilla, condujo a la gente hacia la Recaudación de Alcabala, donde colgaba el cartel: dos reales más por cada libra de tabaco, dos adicionales por cada dos litros de aguardiente y un incremento considerable al impuesto a las ventas. Indignada, agarró el papel, lo desgajó y gritó.

Hoy, en el cruce de la 15 con 15, en la pared que a mediados del siglo XVIII era el frontis de la oficina de recaudación, cuelga una placa de piedra: “Aquí se gestó la libertad de América”. José del Carmen Rangel, profesor e historiador, uno de los que repiten el verso que consagra a Manuela como precursora de la independencia que se logró treinta y ocho años más tarde, la perfila como “una mujer ya entrada en los cincuenta años, de familia modesta, hábil en la elaboración de tabacos y con una gran ventaja: sabía leer”. Por eso, explica Rangel, ella comprendió el edicto: más pobreza aquí para apoyar la guerra que España le declaró a Inglaterra para favorecer la independencia de Estados Unidos.

La voz de Manuela Beltrán no se escuchó otra vez. Se sabe que existió porque su nombre aparece en los folios de la investigación judicial abierta por el alzamiento del pueblo que vino después de su grito, asegura Rangel. “De una mujer que cometió delito de lesa majestad al pisotear los símbolos reales solo se puede pensar que fue asesinada”, dice antes de entrar en un largo silencio.

En Socorro no hay tumba de Manuela Beltrán para visitar. Ni en el cementerio bordeado por la carrera 15 ni en el Panteón de los Próceres de la calle 16. A ella hay que verla en dos esculturas que tratan de dibujarla y buscarla en la voz de los socorranos que se saben herederos del levantamiento social más aguerrido del que se tuvo noticia en lo que hoy es Colombia durante trescientos años de dominación española.

“La Revolución Comunera no es una historieta con personajes de cartón”, dice Sonia Tapias, experta en gestión cultural. Repite la frase al pie de un bronce que representa a José Antonio Galán a punto de dar un paso, con los brazos en alto, blandiendo una espada. Galán fue de los jornaleros que viajaron hasta Socorro cuando ya la noticia de la insurrección había llegado a todos los rincones de Santander. Solo un mes después de la protesta en el mercado, algunos líderes conformaron una junta y se llamaron Común, que, de boca en boca, se transformó en Comuneros.

De Socorro salieron cinco mil hombres rumbo a Santa Fe de Bogotá y en Puente Real, hoy Puente Nacional, ya eran más de doce mil en armas. Allí ya se encontraba el Oidor don José Osorio con cincuenta hombres armados con cien fusiles para detener el avance de los Comuneros. Pero el desorden de la tropa realista no dio para una buena batalla. Los Comuneros avanzaron. “En medio de comerciantes, finqueros y artesanos apareció el mestizo José Antonio Galán como un personaje incontrolable”, explica Rangel. A su indignación por el impuesto a favor de las guerras ajenas sumó otros motivos y en atención a su talante insurgente se proclamó insubordinado de los jefes comuneros cuando estos decidieron firmar las Capitulaciones de Zipaquirá.

A los 27 años, Galán se emancipó: “En nombre de Dios, de mis mayores y de la libertad, ni un paso atrás, siempre adelante. Y lo que fuere menester… sea”: dijo; y conformó un ejército con más de cuatrocientos hombres. Liberó esclavos de haciendas y de minas, destruyó los instrumentos de tortura, habló ante centenares de blancos empobrecidos, exigió la participación de mestizos en los cargos públicos y animó a quienes protestaron aun después de la retirada comunera. Galán soñó con un ejército capaz de irrumpir en la capital, pero el tiempo no le alcanzó. El 13 de octubre de 1781, fue apresado por su excompañero Salvador Plata y acusado de todo lo ocurrido durante la insurrección comunera.


El nombre de Manuela Beltrán Archila es el primero que viene a los labios de los orgullosos socorranos.

La sentencia a muerte de José Antonio Galán y sus capitanes Isidro Molina, Lorenzo Alcantuz y Manuel Ortiz, firmada el 30 de enero de 1782, reposa dentro de un estuche de plata en la Casa de la Cultura Horacio Rodríguez Plata, de Socorro. El profesor Rangel la recita con los ojos cerrados: “... Condenamos a José Antonio Galán a que sea puesto en la horca hasta cuando naturalmente muera; que, bajado, se le corte la cabeza, se divida su cuerpo en cuatro partes y sea pasado por la llamas… Su cabeza será conducida a Guaduas, la mano derecha a la plaza de Socorro, la izquierda a San Gil, el pie derecho a Charalá y el pie izquierdo a Mogotes. Su descendencia declarada por infame… Asolada su casa y sembrada de sal para que de esa manera se dé olvido a su infame nombre”.

La orden fue ejecutada el 1.° de febrero de 1782, en Santa Fe, y de inmediato se dio inicio al cortejo fúnebre encargado de exhibir el cuerpo de Galán y los de sus compañeros en la ruta de los Comuneros: “Facatativá, Villeta, Guaduas, Ubaté, Chiquinquirá, Tunja, Sogamoso, Mogotes, San Gil, Charalá y Socorro…”, enumera sin pausa Rangel, que solo se detiene al decir: “Aquí llegaron el 17 de febrero de 1782 y los expusieron en el emboque del camino real para que hasta los no nacidos pudiéramos verlos”.

La mano derecha de Galán sigue enterrada en la plaza y todos los socorranos lo saben. Los viejos señalan un sitio, los niños buscan unos pasos más allá y algunos se esfuerzan por encontrar la placa que indica el sitio exacto. Sonia Tapias observa a los que buscan las huellas de Galán, contempla el gesto adusto de los que reconstruyen la historia según recuerdan lo que les contaron y dice que el patrimonio intangible es la riqueza escondida de Socorro.

Detrás de las capillas coloniales, escenarios de conspiraciones; de la catedral levantada en piedra y mármol durante cien años de trabajo artesanal y de los muros que fueron la primera piedra del no concluido Capitolio del Estado Soberano de Santander en tiempos de la República está lo que la gente sabe y narra. “Los viejos socorranos dieron la vida por conseguir la independencia de España y ese legado es la riqueza que debemos preservar”, explica Sonia Tapias mientras camina por la carrera 14, donde un enjambre de obreros reemplaza las lajas de piedra amarilla por adoquines de cemento gris.

“Del espíritu comunero queda el orgullo”, declara el profesor Rangel al tiempo que sigue con la mirada a Kiara Bendeck, veinteañera que recorre a su antojo los patios de piedra de la Casa de la Cultura. “Ella es Antonia Santos”, la presenta. Botas negras, pantalón ajustado a la pierna, chaleco de dril, pulsera de cuero, ojos negros, párpados rasgados, palabra rápida. Aclara que ella es Antonia Santos en el teatro y sonríe. Antonia fue bautizada el mismo mes en que mataron a José Antonio Galán y creció a la sombra de Pedro Santos, su padre, también Comunero. Por eso cuando en 1815 empezó a sentirse la bravura de Pablo Sámano en su plan de Reconquista de la Nueva Granada, ella, de 34 años y al frente de su familia, decidió fundar y financiar la guerrilla de Coromoro –dos mil hombres con sede en su propia finca, El Hatillo, informa Rangel– para respaldar con dinero y armas la lucha de Simón Bolívar por asegurar el gobierno republicano proclamado en 1810.

Durante cuatro años, Antonia prestó su inteligencia y su dinero a la causa patriota, dice Kiara Bendeck. El 12 de julio de 1819, la apresaron en su hacienda después de ser traicionada por un amigo de su padre. La obligaron a caminar, junto con su hermano y su sobrina, hasta Charalá y luego hasta Socorro, donde la condenaron a muerte por delitos de lesa majestad. “En esta casa, en esta habitación –señala Kiara un cuarto de muros y piso de piedra de la Casa de la Cultura–, pasó Antonia su última noche. Aquí se vistió de negro antes de salir hacia el cadalso”. Y muestra la ruta: atravesó el portal, bajó dos cuadras por la calle 14, atravesó lo que hoy es el atrio y se ubicó casi en la esquina norte de la plaza. Allí, dice Kiara, se despojó de sus alhajas, soportó que un sargento la atara al patíbulo, evitó que le vendaran los ojos, escuchó el redoblante y el estallido del fuego seguido a la orden de disparar dada a las 10:30 de la mañana del 28 de julio de 1819.

Allí donde cayó su cuerpo está hoy su imagen en bronce. A punto de dar un paso, con una bandera sostenida en lo alto por la mano izquierda y los dedos de la derecha señalando el camino al sur.

Patricia Nieto*
Periodista antioqueña, autora del libro ‘Llanto en el paraíso: Crónicas de la guerra en Colombia’.
Especial para EL TIEMPO

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